Las noches más terribles

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 Fedora tardó unas semanas en volver, y llegué a pensar que se había cansado de venir a mi consulta. Muchos pacientes llegan a la conclusión de que ir al psiquiatra no les soluciona nada, y lo único que hacen es perder dinero. No era el caso de Fedora. Me alegré sobremanera al descubrir en el horario de mi agenda que ella había pedido una nueva cita, y el día señalado la esperé con nerviosismo y ansia, algo que no debería permitirse un profesional.

 Como siempre, nada más entrar en la consulta, corrió al diván y se tumbó en él, soltando un hondo suspiro. Al observarla mejor me di cuenta de que estaba más demacrada que la última vez. Se había maquillado, pero así sólo conseguía que su aspecto fuese más grotesco. Me senté a su lado, y sin dejarme decir nada, ella continuó su relato.

 >> Javier era un niño muy alegre, o al menos lo fue mientras mi madre y mi hermana estuvieron cuidando de él. Al cumplir tres meses, decidieron que yo ya estaba preparada para cuidar a solas de él, y que igualmente si necesitaba algo podía llamarlas, que ellas siempre estaban ahí. A la semana siguiente yo iba a volver al trabajo, aunque a media jornada. La noche anterior al primer día de trabajo Javier no me dejó dormir. Lloraba y lloraba, y no conseguía hacerle callar. No quería biberones, y tampoco estaba enfermo. Parecía que tan sólo quería molestarme. Sé que es una locura, doctor, pero si usted hubiera estado allí, y si hubiera vivido lo que yo viví después y estoy viviendo ahora… se replantearía muchísimas cosas.

 >> Comenzó a llorar todas las noches. Yo llamaba desesperada a mi madre, o a mi hermana, para que me explicasen qué estaba haciendo mal, pero me aseguraban que era normal, que los bebés lloran durante los primeros meses. A mí me resultaba extraño, porque con ellas nunca había actuado así. Yo cada vez iba más cansada al trabajo, y rendía menos. Al final tuve que dejarlo, al menos hasta que el bebé se calmase y volviese a dejarme dormir por las noches. Javier era un niño feliz con todos, se mostraba simpático y alegre cuando lo cogían en brazos y todos me decían lo bonito que era, que qué suerte tenía de tener un hijo así, que las noches sin dormir eran tan sólo un precio pequeño por toda la felicidad que me daría después.

 >> Una noche, doctor…, una noche se calló. Lo acosté en su cuna y se durmió, algo que me parecía ya totalmente imposible. Casi lloré de felicidad. Me metí en mi cama sin hacer el menor ruido y me quedé dormida rápidamente de lo cansada que estaba. Seguramente llevaba un buen rato dormida cuando noté que me observaban y me desperté sobresaltada. Me incorporé en la cama, riéndome de mí misma por asustarme de forma tan tonta, pero doctor, cuando miré hacia la cuna para comprobar cómo se encontraba Javier casi me muero del susto. Noté que me estaban observando porque realmente sí lo estaban haciendo: mi hijo, de apenas tres meses, estaba mirándome fijamente mientras sujetaba con sus diminutos puñitos los barrotes de la cuna. Solté un grito y me tapé con las sábanas. Cuando las retiré, Javier estaba de nuevo acostado en su cuna, durmiendo plácidamente.

 En ese momento interrumpí su relato haciendo un gesto con el dedo índice y le pregunté:

 —Fedora, ¿no ha pensado que seguramente fue un sueño? Usted sabe que un bebé tan pequeño no puede incorporarse él solo y…

 — ¡Sé lo que vi, no fue la única vez, doctor! Dijo que iba a escuchar mi relato sin cuestionarme hasta el final— se quejó Fedora, como si fuese una niña pequeña.

 —De acuerdo, de acuerdo. Lo reconozco, perdone, continúe— apreté los labios como haciéndole ver que no iba a volver a hablar. Ella sonrió y prosiguió.

 >> Como le digo, doctor: lo hizo más veces. Eso de observarme por las noches, a través de los barrotes de la cuna. Parecía incluso que sonreía. Era horrible. Empecé a dudar de mi cordura, no podía contarle a nadie lo que me sucedía pues no me hubiesen creído. Comencé a creer que ese no era mi bebé, como ya había pensado cuando lo sostuve por primera vez entre mis brazos. No podía ser, eso no era un bebé, era algo extraño. ¡A los tres meses y medio ya le habían salido todos los dientes! Y usted se preguntará que porqué no lo llevé al médico o algo; la razón es simple: tenía miedo de un bebé de apenas cuatro meses. Nunca estaba enfermo. Cualquier madre estaría contenta de que su niño nunca enfermase, pero a mí eso todavía me provocaba más terror. No era normal, no era humano.

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