La llegada del bebé

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 Fedora volvió a mi consulta al cabo de dos días, con un aspecto peor. Parecía todavía más mayor y estaba más sería que la vez anterior. Me saludó con un gesto de la cabeza y se apresuró a sentarse en el diván. Esta vez no cruzó los brazos en el pecho, sino que los dejó caer a ambos lados del cuerpo, y se limitó a observar el techo con aire ausente.

 —Buenas tardes, Fedora. ¿Cómo se encuentra hoy?— le pregunté mientras me sentaba en la silla y anotando en mi cuaderno su apariencia.

 —Estoy muy cansada, doctor. Estas dos noches no he dormido apenas— tenía los labios secos y las ojeras más oscuras, los ojos hundidos—. Cada día es peor, ya no sé qué hacer. Tiene que ayudarme.

 —No se preocupe. Estamos aquí para eso. ¿Por qué no empieza hablándome de su hijo? ¿Cómo se llamaba, cómo era?

 —Se llamaba Javier. Era un bebé… hermoso, o eso decían— respondió Fedora, jugando con un botón de su camisa.

 — ¿Por qué decían? ¿A usted no le parecía un bebé hermoso?— tal vez le recordaba al hombre que la abandonó, y por eso no era un bebé muy querido por ella. ¡Cuán equivocado estaba!

 —La verdad es que no— dejó de jugar con el botón y suspiró, mirando al techo de nuevo—. Ya sé que es horrible decir esto, pero me daba miedo.

 — ¿Le daba miedo su bebé, su hijo?— dejé el cuaderno a un lado y la observé por encima de las gafas.

 Ella asintió con la cabeza, mirándome con temor, queriendo decir algo pero sin decirlo. Algo parecía debatirse en su interior. Al fin, se incorporó y se acercó a mí, cogiéndome de las manos.

 —Por favor, doctor, déjeme contarle mi historia, sin interrupciones. Y cuando acabe, decida usted si creerme o no— sus ojos grises se habían oscurecido, y seguramente algo de lo que descubrí en esos ojos fue lo que me hizo aceptar, y así, Fedora, comenzó su inquietante relato.

 >> Yo no quería quedarme embarazada, la verdad. Pero fuimos descuidados. Una jamás llega a creer que le podría pasar eso que les pasa a esas mujeres sin estudios, o de pueblo, pero me pasó. Por aquel entonces yo ya había dejado la carrera y pasábamos a duras penas los dos con mi sueldo de cajera. Cuando se enteró de que estaba embarazada… bueno, ya sabe, me dejó. Mis padres y mi hermana pusieron el grito en el cielo, me repitieron una y otra vez que ellos ya me habían avisado de todo, pero que aún así me perdonaban y podía volver a casa. No lo hice. Me quedé en el piso que habíamos alquilado. En aquellos momentos no sabía muy bien cómo iba a arreglármelas para sacar adelante a una criatura, pero me aseguraba a mí misma que llegado el momento lo lograría. Estuve trabajando casi hasta el final del embarazo, era muy duro, porque aparte de ser verano, el bebé… me molestaba.

 >> Antes de eso…, hubo una cosa que me dolió mucho, y fue la excusa que me dio mi pareja para dejarme: aseguraba que ese bebé que llevaba en el interior era maligno, que sus sueños se lo habían revelado. Él era muy devoto y fanático de lo sobrenatural. No le creí, por supuesto. No podía permitir que usase a mi bebé para dejar nuestra relación. Discutimos y como ya le he dicho antes, me dejó. No obstante, si tal vez hubiese abortado… No sé, doctor, a lo mejor ni un aborto hubiese cambiado el destino, pero siempre me quedará la duda. Como le digo, el bebé me molestaba. Pasé un embarazo horrible. Todas las mañanas vomitaba tanto que me quedaba casi sin fuerzas. A mitad del embarazo comencé a sufrir fiebres muy altas por las noches. No sé de dónde sacaba las fuerzas para poder continuar yendo al trabajo, pero así fue. La noche anterior al parto tuve una pesadilla: en ella, un bebé yacía en un charco de sangre, la cual parecía no ser suya. Cuando me acercaba a comprobar si estaba muerto, abría de repente los ojos: unos ojos escarlata. Y sabía que ese bebé era el mío. Me desperté sudando y jadeando, completamente asustada. Al día siguiente, a las once de la mañana, rompí aguas.

 >> El parto fue más horrible que el embarazo. Estuve casi dos días, doctor. Dijeron que venía de culo, y que posiblemente tendrían que hacerme cesárea. Yo ya había perdido mucha sangre, y no recuerdo cuándo, pero al final perdí la conciencia y cuando desperté me encontraba en una habitación. Levanté las sábanas y comprobé que no me habían hecho cesárea. Al cabo de un ratito vino una sonriente enfermera, con un bebé en brazos, mi bebé. Yo extendí mis brazos y lo depositó delicadamente en ellos. “Vea qué precioso es”, me dijo la enfermera. Doctor, le puedo asegurar que esa fue la primera vez en la que en toda mi vida sentí un miedo atroz. Al mirar a mi hijo…, él me sostuvo la mirada, algo imposible en un bebé recién nacido. Me miraba como mira un adulto completamente inteligente y racional. Había algo en su mirada ajeno a mí, ese bebé no podía ser mío, y sin embargo, me recordaba tanto al de mi pesadilla. “¿Le sucede algo?”, me preguntó la enfermera, y yo le devolví al bebé casi dejándolo caer. “No lo quiero, ése no es mi bebé”, contesté. La enfermera sonrió, aunque visiblemente nerviosa, y me dijo que no me preocupase, que era algo normal en madres primerizas. Me puso algún calmante y volví a dormirme.

 >> No obstante, no abandoné al bebé. ¿Cómo podría haber hecho algo así? Era mi hijo. Todos veían en él un bebé hermoso, sano, feliz. Yo, sin embargo, lo veía como algo que no me pertenecía. Los primeros meses mi madre y mi hermana me ayudaron con él. Yo cogí la baja por maternidad y me enseñaron a cuidarlo. Llegó un momento en que verdaderamente lo quise. Era un bebé normal, yo había estado cegada, seguramente asustada por mi nueva vida, y me había dejado llevar por el miedo. Y seguramente, doctor, lo que está anotando usted ahora es que yo estoy deprimida porque perdí a mi bebé. Pues no, doctor, en realidad al principio me alegré.

 Fedora se detuvo en su relato. Giró la cabeza hacia la ventana, y cuando seguí su mirada me sorprendió una creciente oscuridad fuera. Miré mi reloj. Había estado con ella más que con cualquier otro paciente. Por suerte, le había dicho a mi secretaria que el día que viniese Fedora, no citase a otros pacientes. Cerré la libreta, pero no la guardé en el cajón. Pensaba llevármela a casa y continuar estudiando el caso. Cuando me despedí de Fedora, y mandé a mi secretaria a casa, todavía me quedé un rato en mi consulta, mordiendo la patilla de mis gafas, pensando sobre lo último que me había dicho.

 Por aquel entonces, mi mujer estaba embarazada de tres meses. La noticia nos había hecho sentir muy dichosos, pues llevábamos varios años tras un hijo. Esa noche, al llegar a casa, decidí hablarle sobre Fedora, y cuando acabé, tenía lágrimas en los ojos y se mordía el labio.

 —Ojalá no nos pase eso, Samuel— dijo, echándose a mis brazos y sollozando. Cuando se calmó, me miró sonriendo y propuso—: Algún día podríamos invitarla a cenar, seguramente está muy sola.

 Asentí, aunque realmente no me parecía muy buena idea, pues ella estaba embarazada, y Fedora había perdido a su bebé, y por mucho que dijese que en realidad se había sentido feliz tras su muerte, no podía creerla. Todavía me quedaba mucho por saber en este caso y no quería parar: el caso Fedora me resultaba demasiado atrayente, en esos momentos no entendía muy bien los motivos.

*¿Quieres saber más sobre el bebé...? ¿Por qué Fedora decía que no era normal...? ¿Le sucederá algo a la esposa del psiquiatra?

(Si te ha gustado y quieres saber más, déjame un comentario o vótame. ¡Gracias!)

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