IX

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Suspiró pesadamente sentada en una silla marrón frente a su escritorio de hierro negro vacío, con un único cajón a su izquierda; los focos largos y delgados caían como estalactitas a pocos centímetros del techo de madera oscura en diagonal, alumbrando suavemente la sala de reducido tamaño que a ella, en lo personal, le encantaba.

La amarillenta luz combinaba con su pantalón apretado, y los cordones de sus borcegos negros, al igual que con la pequeña piedra que en su pecho se encontraba atada a un cordón de cuero marrón claro; regalo de su padre decían algunos, de su esposo otros; nadie lo sabía.

El cuello de su camisa blanca lograba verse gracias a su cabello recogido, y su suéter blanco era lo único que la protegía del frío cuarto, al igual que una bufanda de variados colores que siempre desentonaba con su personalidad tan fría y apagada.

El cuarto se encontraba casi vacío, y ese casi se debía a un pequeño armario de un celeste viejo en la esquina derecha del mismo, pegado a la pared, que sostenía varios libros de medicina y ciencia de la época, al igual que algún que otro ejemplar sobre ciencia ficción o novela histórica en tiempos de guerra; tiempos como los de ese preciso momento. También, en la otra punta, lo que parecería un congelador de gran tamaño sumido en la oscuridad acaparaba toda la atención.

Pocos sabían de la existencia de ese cuarto, más específicamente, de lo que ese cubo gigante guardaba en su interior; más muchos inventaban historias sobre una cura, sobre algo más allá de lo que conocían; una nueva era, le decían: la salvación.

El sonido de la puerta siendo golpeada suavemente sacó de sus pensamientos a la única residente del cuarto, logrando que ésta volteé su cabeza, analizando la sombra bajo la puerta de hierro reforzado.

—Hefesto. —llamó una voz masculina con demasiada dulzura, a lo que ella rápidamente se paró intentando no hacer ruido y se colocó junto al rectángulo plateado. Esperó pacientemente a que le dijera el motivo de su interrupción cuando había pedido expresamente no ser molestada; se sorprendió con su respuesta a una pregunta no formulada.—Ya despertó. —Sus ojos se abrieron con magnitud y con movimientos ansiosos subió un cristal que junto a ella se encontraba, y apretó un botón amarillo de reducido tamaño.

La puerta recubierta de maquinaria y grandes trabas de seguridad comenzó a abrirse con lentitud; el ruido del lado interior era chirrante, mientras que el del exterior apenas existente.

Cuando por fin la compuerta se encontró abierta de par en par, ella observó atentamente la melena rubia de su esposo, deteniéndose en sus ojos negros con nerviosismo, casi pasando por alto sus pantalones negros, zapatos del mismo color y suéter cuello tortuga color crema.

—¿Ya hablaste con él?, ¿alguien lo hizo? —Su cuerpo estaba tenso; el simple pensamiento de Gaspar teniendo algún episodio le desconcertaba.

Se sentía culpable. 

El hombre negó con la cabeza mientras lentamente se acercaba a su posición, y colocaba una mano en su cintura, insitándola a caminar y dejar la pose de estatua que había adquirido ante la mención.

Comenzaron a dirigirse al cuarto una vez la puerta se encontró cerrada, cosa que le sacó un par de canas verdes a Hefesto, y un par de risas de pura diversión al rubio.

Éste comenzó a hablarle, intentando distraerla para que dejara en paz sus uñas redondeadas que tanto le habían tardado en crecer desde el último ataque de nervios que había sufrido no hacía más de tres meses, cuando fue informada la muerte de todo aquel que hubiera llevado consigo la UVER.

—Todos estamos buscándote desde que dio indicios, queríamos que tú fueras quien lo vea primero. —Rápidamente recorrieron los largos y deteriorados pasillos, subiendo escaleras y esquivando personas que parecían observarlos detenidamente, cosa que no era habitual; por lo general todos estaban ocupados, metidos en sus asuntos, sin tiempo para cotillear sobre los demás.—Mostraste demasiado entusiasmo al ver su sangre y reacción a la UVER, aunque no nos dijiste por qué, siquiera lo anotaste en el informe.—Ella pareció confundida y enojada por sus palabras; él nunca revisa el informe.—No me mires así; conozco tus tendencias a Victor; no vaya a ser que quieras que estire la pata para traerlo a la vida y exponerlo como un proyecto de ciencia de primaria; te conozco Hefesto, sé que algo sucede, y no quieres decirlo. —Su voz era un suave murmullo de los de labio pegado a oreja, impidiendo así que las personas a su alrededor sean conscientes de con quién trabajan en realidad.

La llamada Hefesto se envolvió en el desconcierto al notar cuán bien la conocía su esposo, en cómo la había desarmado en dos segundos y en cómo había creado una teoría, que si bien no era cierta, tampoco era falsa.

—Luego me dices. —murmuró dejando un beso en su cien, y desapareciendo del vacío corredor.

No había notado que ya se encontraba frente al cuarto, ni que esta parecía desprender un aire algo extraño que la obligó a abrirla sin pensar absolutamente nada, ni prepararse psicológicamente para lo que estaba por decir o hacer.

Se le escapó un gemido ahogado al ver los inmensos ojos del pelirrojo mirarla fijamente, parado en medio del cuarto con una bata blanca, descalzo, y con sus rizos dispersos hacía todas direcciones. Notó entonces cortes en sus brazos, seguramente producidos por la cantidad de medicamentos y aparatos que lo mantenían con vida cuando el no tenía las fuerzas para ello, y su cuello, brazo y mano brillar verdosos a la luz blanca de la vieja lampara; también, sus orejas negras y una gran venda cubriendo su brazo, al igual que varios moratones que pasaban de negro a verde, y de verde a violeta, sus pomulos más marcados que de por sí, y tapones en sus oídos.

Volvió a respirar, sin saber exactamente en que momento dejó de hacerlo, y entró al cuarto apresurada, cerrando la puerta detrás de si, sin despegar su mirada de las facciones tan extrañas del chico.

—No lo puedo creer. —Su voz temblaba como nunca lo había hecho. Inclinó su cabeza hacía la izquierda, entrecerrando sus ojos. No podía ser posible que luego de tantos años dándolo por muerto, estuviera allí frente a ella, cojeando, pero respirando.—Eres igual a él. —Tapó su boca claramente sorprendida, con los ojos llorosos y la mirada perdida. Intentó dar un paso delante, pero se arrepintió inmediatamente y desvió la mirada, sin permitirle a Gaspar siquiera pestañear de lo rápido que la acción fue realizada. Se aclaró la garganta y limpió sus ojos, volviendo a su armadura usual, que se había desarmado completamente al verlo frente a ella.—Lamento eso. —Su voz salió fría, como siempre era, logrando que él sonría con lo que sería cinismo.

Se sorprendió al notar que la inocencia que él desprendía iba desapareciendo con sólo una acción como esa.

Antes que ella pudiera continuar, se perdió en su sonrisa, casi copiando su acción, pero negándose el lujo frunciendo sus labios.

—Eres como él.—La voz de Gaspar se escuchó ronca de tanto dormir, y a ella le sorprendió que lo hiciera: que hablara; había investigado su vida desde el punto en el que había sido arrebatado de sus manos hasta ese preciso momento, y su fama no era muy buena. No le sorprendía; la de él tampoco era la mejor.—: Crees que comportándote así nadie se dará cuenta de lo frágil que eres, pero estás muy equivocada; tus ojos te delatan, al igual que lo delataban a él; yo podía ver su odio, y también puedo ver el tuyo.

Fecha de publicación: 19/03/17.

Un dato a sido debelado, la pregunta es... ¿Qué tiene que ver Hefesto con Gaspar?

¿Han notado algo diferente en la narración? c:

La encrucijada y traicionera lid marginal - 1931Donde viven las historias. Descúbrelo ahora