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El canguro recibió el primer balón, llegó a la mitad de la cancha y lanzó un tiro. Todo se paralizó. La gente dejo de gritar, los rivales miraban con ojos de huevo frito, el tiempo se detuvo y todos vieron como aquel balón salía de las manos de un niño de 11años, que se elevó por los aires soltándolo tan elegantemente que me recordó al gran Reggie Miller de la NBA. Las mallas de ese aro nunca habían producido un sonido más hermoso; era un triple de antología, la gente de nuestro grupo juvenil salto de las bancas, los grandotes del colegio no podían creerlo, el canguro anotó casi sin despeinarse, llevaba 3 segundos en la cancha y había hecho el mejor punto del partido...

Corrimos a abrazarlo todo el equipo, la barra, las niñas, fue una locura. Los niños más grandes estaban atónitos. El entrenador saltaba de felicidad.

Ese punto cambió todo. Yo sentí que podía jugar, que podía reír, que podía correr, no solo la jugada, sino la sonrisa de mi amigo. Esa forma de vivir el básquet.

Desde ese momento corrimos como nunca lo habíamos hecho, jugamos como si fuese el partido de nuestras vidas. El canguro tomaba la pelota hacia jugadas jamás vistas y nos dejaba solos para anotar. Cada vez que pudo, hizo ese tiro de la mitad de la cancha, una y otra vez haciéndola entrar, como si la pelota tuviera un imán y las mallas fueran de metal.

Los rivales, no podían pararlo, era como un jugador sacado de una fábula. Queridos amigos, ese era el canguro, ¡Mi amigo!


El Regreso del CanguroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora