Una Generosa Invitación

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    Una Generosa Invitación 


EL SALVADOR era huésped en la fiesta de un fariseo. El aceptaba las invitaciones tanto de los ricos como de los pobres, y, según su costumbre, vinculaba la escena que tenía delante con lecciones de verdad. Entre los judíos las fiestas sagradas se relacionaban con todas sus épocas de regocijo nacional y religioso. Eran para ellos un tipo de las bendiciones de la vida eterna. La gran fiesta en la cual habían de sentarse junto con Abrahán, Isaac y Jacob, mientras los gentiles estuviesen fuera mirando con ojos anhelantes, era un tema en el cual les gustaba espaciarse. La lección de amonestación e instrucción que Cristo quería dar, la ilustró en esta ocasión mediante la parábola de la gran cena. Los judíos pensaban reservarse exclusivamente para sí las bendiciones de Dios, tanto las que se referían a la vida presente como las que se relacionaban con la futura. Negaban la misericordia de Dios a los gentiles. Por la parábola, Cristo les demostró que ellos estaban al mismo tiempo rechazando la invitación misericordiosa, el llamamiento al reino de Dios. Les mostró que la invitación que habían desatendido debía ser enviada a aquellos a quienes habían despreciado, aquellos de los cuales habían apartado sus vestiduras, como si se tratara de leprosos que debían ser rehuidos.

Al escoger los huéspedes para su fiesta, el fariseo había consultado sus propios intereses egoístas. Cristo le dijo: "Cuando haces comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos; por que también ellos no te vuelvan a convidar, y te sea hecha compensación. Mas cuando haces banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos, los ciegos; y serás bienaventurado; porque no te pueden retribuir; mas te será recompensado en la resurrección de los justos".

Cristo estaba aquí repitiendo la instrucción que había dado a Israel por medio de Moisés. Dios los había instruido con respecto a sus fiestas sagradas: "El extranjero, y el huérfano, y la viuda, que hubiera en tus poblaciones... comerán y serán saciados".* Estas reuniones habían de ser como lecciones objetivas para Israel. Después de habérseles enseñado en esta forma el gozo de la hospitalidad verdadera, durante el año habían de cuidar de los necesitados y los pobres. Y estas fiestas tenían una lección más amplia. Las bendiciones espirituales dadas a Israel no eran solamente para los israelitas. Dios les había concedido el pan de vida para que lo repartieran al mundo.

Ellos no habían cumplido esa obra. Las palabras de Cristo eran un reproche para su egoísmo. Estas palabras eran desagradables para los fariseos. Esperando encauzar la conversación por otro curso, uno de ellos, con aire de santurrón, exclamó: "Bienaventurado el que comerá pan en el reino de los cielos". Este hombre hablaba con gran seguridad, como si él mismo tuviera la certeza de poseer un lugar en el reino. Su actitud era similar a la de aquellos que se regocijan porque son salvos por Cristo, cuando no cumplen con las condiciones en virtud de las cuales se promete la salvación. El espíritu que lo animaba se asemejaba al de Balaam cuando oró: "Muera mi persona de la muerte de los rectos, y mi postrimería sea como la suya".* El fariseo no estaba pensando en su propia preparación para el cielo: tan sólo en lo que esperaba gozar allí. Su observación tenía por propósito desviar la mente de los huéspedes del tema de su deber práctico. Pensó hacerlos pasar de la vida actual al tiempo remoto de la resurrección de los justos.

Cristo leyó el corazón del hipócrita y, manteniendo sobre él sus ojos, descubrió ante el grupo el carácter y el valor de sus privilegios actuales. Les mostró que tenían una parte que hacer en ese mismo tiempo para poder participar de la bienaventuranza futura.

"Un hombre -dijo- hizo una grande cena, y convidó a muchos". Cuando llegó el tiempo de la fiesta, el amo envió a sus siervos a casa de los huéspedes a quienes esperaba, con un segundo mensaje: "Venid, que ya está todo aparejado". Pero mostraron una extraña indiferencia. "Y comenzaron todos a una a excusarse. El primero le dijo: He comprado una hacienda, y necesito salir y verla; te ruego que me des por excusado. Y el otro le dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlos, ruégote que me des por excusado. Y el otro dijo: Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir".

Palabras de Vida del Gran MaestroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora