Prefacio | Don't let me down

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Fred odia el amarillo... o eso dice él, eso parece sentir. No tiene una clara explicación para ese sentimiento que le causa dicho color; se supone que es alegre, luminoso, un color que simboliza la juventud. Pero Fred no puede dejar de familiarizarlo con el molesto brillo el Sol que lo molesta por las mañanas, con el semáforo indicándole que tiene que esperar, con la molesta piña de la pizza, las bananas y con el pequeño pollito de mascota que tuvo una vez.

Para Fred, el color de todo lo que disgusta.

El amarillo le recordaba al vestido favorito de su madre siendo guardado en una maleta antes de marcharse y, por supuesto, a Suzanne Emilia Ludwig.

El amarillo de la ropa de Sue, el amarillo de las flores favoritas de Sue, el amarillo de las botas para la lluvia de Sue, el amarillo de la sombrilla de Sue, el amarillo de la cámara Pentax de Sue, el amarillo de la bufanda de Sue, el amarillo de la taza para beber café de Sue, el amarillo de los párpados de Sue cuando usa su vestido amarillo al estilo de los cincuenta el último viernes de cada mes.

Amarillo. Amarillo. Amarillo.

Sue. Sue. Sue.

Fred podría hacer una lista muy larga de las cosas que no le gustaban de Suzanne Emilia Ludwig, una incluso más larga que la lista de las cosas que le gustan de ella; pero esas cosas que le gustaban de ella hacían que las de la otra lista disminuyeran a cero su importancia.

Incluyendo el amarillo.

Eran pensamientos constantes desde ese momento, hace casi veinte horas, en el que Suzanne Emilia Ludwig se presentó a su departamento para informarle un suceso que probablemente cambiaría la vida de ambos.

Ahora, estaba ahí, sobre un banco en medio de la sala de estar, rodeado de todo su material y frente a un lienzo en blanco queriendo tranquilizarse y buscando algún golpe de inspiración para poder crear algo lo suficientemente bueno como para disculparse con ella.

Tenía un pincel plano en su mano derecha manchado de amarillo ocre, siendo uno de los tantos tonos de ese color que tenía en la paleta de su mano izquierda.

Sabía que cualquier cosa que hiciera no sería suficiente como para que le perdonara su momento de idiotez, sabía que nada podría hacer que ella se convenciera de que él vale la pena, pero intentarlo no estaba de más.

Detestaba disculparse, detestaba ser quien siempre tiene que hacerlo, pero más detestaba el meter siempre la pata.

Su mano temblaba rehusándose a tocar con aquel color el lienzo, pero sus ojos se negaban a mirar a otro lado hasta que lograra algo ahí.

—¿No deberíamos hacer algo? —susurró una chica rubia, aún con pijama y con el cabello hecho un desastre. Lo veía desde la cocina, aun dudando sobre cuando sería bueno intervenir—. ¿No deberías hacer algo? —enarcó una ceja mirando al castaño a su lado quien estaba entretenido leyendo en su teléfono mientras le daba un sorbo a su café de las mañanas.

—Ya hice algo—frunció el ceño sin dejar de leer—. Es grande para saber sus decisiones, no soy su padre— comentó después.

—Ayer, lo mandaste a la habitación para que pensara en lo que hizo y no lo dejaste salir hasta que Oliver lo sacó de ahí—resopló—. ¿Seguro?

Wesley era el mejor amigo de Fred desde hace poco más de quince años. Aun no entendían por qué era así pero ya era demasiado tarde para retractarse.

El castaño miró al rubio con atención, lo conocía lo suficiente como para entender que Fred se encontraba en una especie de colapso; lo mismo le pasó cuando sus papás se separaron, cuando lo sacaron del equipo de basquetbol en la secundaria y cuando su papá se enteró que dejó la carrera de leyes. Y le seguía pasando hasta la fecha cada vez que su madre daba señales de vida en los momentos menos especiales.

Todo lo que quiero [ACR #2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora