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Nos tocó hacer un trabajo juntas. La ironía del destino nos unía en un proyecto académico, tejido con la hebra fina de una colaboración forzada. Entre carpetas y apuntes, comenzamos a navegar las aguas de la cooperación, un terreno desconocido que explorábamos con cautela.

Las primeras interacciones fueron como una danza incómoda, donde cada palabra y gesto eran examinados con lupa. La desconfianza persistía, como un espectro que se resistía a abandonar nuestras sombras compartidas. Cada avance en nuestro trabajo era también un paso incierto hacia la posibilidad de entendimiento o la reactivación de viejas heridas.

Poco a poco, sin embargo, las barreras se volvían más permeables. Descubrimos que nuestras habilidades se complementaban de manera inesperada, y entre el intercambio de ideas y opiniones, surgía una conexión que, aunque frágil, nos conducía hacia un terreno más amigable.

Yo iba con precaución, aún no sabía si venías con buenas intenciones. Cada elogio, cada sonrisa compartida, era examinado con la lente afilada de la sospecha. La reconciliación parecía un horizonte lejano, pero los pequeños momentos de entendimiento se convertían en destellos de luz en nuestra narrativa tumultuosa.

Las conversaciones sobre el proyecto se transformaban en diálogos más personales. A veces, la guardia caía y compartíamos fragmentos de nuestras vidas fuera del aula, como si el trabajo en conjunto hubiera abierto una puerta a la comprensión mutua.

No obstante, la sombra del pasado seguía acechando en las esquinas de nuestra colaboración. Las preguntas sin respuesta, las incertidumbres sobre las intenciones reales, persistían como fantasmas en el fondo de nuestras mentes.

"más que amigas"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora