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Entre colaboraciones y cautelas, una nueva variable se sumaba a la ecuación de nuestra relación enredada. La profesora de música nos ha sentado juntas, aunque sea por un día a la semana. Una ironía oculta en la disposición de los asientos que, aunque insignificante en apariencia, generaba un torrente de pensamientos ambiguos.

La primera vez que vi la disposición de las sillas, la incertidumbre se instaló en mi pecho. No sabía si lo que sucedía era bueno o malo. ¿Era un intento de propiciar una reconciliación, o simplemente una casualidad aparente? La danza de nuestras emociones se volvía más compleja en este nuevo escenario.

Cada clase de música se convertía en una sinfonía de tensiones no expresadas. Aunque compartíamos el espacio físico, nuestras almas aún bailaban en terrenos lejanos y disonantes. Las miradas furtivas y los gestos contenidos revelaban la falta de armonía en nuestra conexión, como notas desafinadas en una composición inacabada.

La música, que alguna vez había sido un puente para la comprensión, se convertía ahora en una banda sonora de la complicada danza entre nosotras. La profesora, ajena a la complejidad de nuestra historia, guiaba la clase con una serenidad que contrastaba con el tumulto emocional que se desataba en nuestros corazones.

En cada acorde y cada pausa, el eco de nuestra desconfianza resonaba en la sala de música. Aunque la profesora nos sentara juntas, éramos dos melodías que se entrelazaban de manera discordante, incapaces de encontrar la armonía perdida.

La relación se volvía más compleja con cada encuentro. El ambiente musical, lejos de ser un bálsamo para nuestras almas heridas, se convertía en un recordatorio constante de las notas que quedaban por afinar en nuestra historia compartida. 

"más que amigas"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora