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19 abril, 1930


El limpiaparabrisas trabajaba con velocidad contra el cristal, barriendo lejos las muchas gotas que lo golpeaban sin cesar, como habían estado haciendo cada día desde hace unas dos semanas ya. Era el abril más lluvioso que recordara, y varias personas con quienes había intercambiado palabras concordaban en eso. Un abril triste y melancólico, idéntico a mí.

Los árboles parecían un borrón verde a cada lado de la carretera, y a lo lejos, completamente imponente sobre una enorme colina, estaba el centro Sempere, conocido durante muchos años como el convento y previo a eso, un internado para señoritas. Ahora, sin embargo, albergaba a más de cincuenta pacientes con diversos estados de la enfermedad más letal del siglo: la tuberculosis.

— Buenos días, doctor —dijo el guardia de seguridad desde su cabina una vez estuve en la reja, le respondí con un gesto de la cabeza, sin bajar la ventanilla, y luego me adentré los siguientes trescientos metros hasta llegar al área de estacionamientos. Había ya varios vehículos ahí, aunque siendo cerca de las once de la mañana era obvio que el trabajo había comenzado hace bastante. Abrí la sombrilla en cuanto abandoné mi vehículo, y alzando el cuello de mi chaqueta, me acerqué a la enorme puerta principal de la clínica.

— Buenos días Rosie —saludé a la muchacha tras el mostrador, ella me enseñó una sonrisa encantadora de inmediato.

— Buenos días, doctor. ¿Necesita un nuevo itinerario? ¿Un café?

— Estoy bien, muchas gracias —respondí, y sin tiempo para seguir charlando atravesé las puertas de cristal.

En un cuarto que una vez hizo de dormitorio, ahora había casilleros. La rutina diaria era dejar ahí cada una de nuestras prendas y tomar un uniforme limpio, con calzado y mascarilla para subir a interactuar con los pacientes. Era inseguro, tanto para nosotros como para ellos, traer o llevar microorganismos con nosotros. El tono de mi uniforme era verde musgo hoy, y luego de ponerme la mascarilla bajo la barbilla, salí por la puerta lateral rumbo a las enormes escaleras que llevaban a la segunda y tercera planta, en donde habitaban nuestros pacientes.

Cada médico tenía asignados cinco o seis pacientes, yo mismo cinco en aquél momento, aunque la semana pasada eran seis. Una muchacha de no más de veinte años falleció siete semanas después de haber llegado a Sempere, lucía del doble de su edad cuando murió, y desvariaba con que un ángel estaba esperando por ella, para llevarla al cielo. Era muy devota al igual que su familia, pero sus rezos no la salvaron de la inminente muerte. Si nosotros no pudimos era obvio que nadie más iba a lograrlo.

Su habitación seguía vacía aun ahora, siendo ventilada y esterilizada hasta los cimientos. Una puerta más allá está Timothy, un niño de nueve años que ha estado mostrando mejorías desde que llegó, tenemos fe. Creo que puede salvarse.

— Buenos días —dije asomándome por la puerta, usando mi mascarilla como era usual. Él dormía, pero en cuanto escuchó mi voz abrió sus enormes ojos azules y me dedicó una sonrisa.

— ¡Buenos días, doc! —exclamó.

— ¿Pasaste una buena noche?

Él asintió.

— ¿Te tomaste tu medicina?

Él asintió nuevamente.

— Muy bien, sabes que mientras la tomes tu padre podrá venir a visitarte y estarás bien antes de que nazca tu hermanita.

beyond ・ frerardDonde viven las historias. Descúbrelo ahora