3

732 171 82
                                        



25 de abril, 1930


Era mi día libre, el único que había tenido en varias semanas porque el trabajo con mis pacientes no tenía descanso. Ese día, de todos modos, decidí que todo estaba lo suficientemente calmado en la clínica como pasar un día en mi hogar. Mi solitario y nostálgico hogar. La chimenea había estado apagada durante casi una década, exactamente desde el día previo a Noche Buena, cuando mi —en ese entonces esposa— decidió que era el momento adecuado para comentarme que estaba dejándome por otro hombre. No me tomó por sorpresa, el nuestro nunca fue un matrimonio cariñoso, de todos modos. No fue un gran golpe verla salir por esa puerta a sabiendas que iba a los brazos de otro, y que nunca iba a volver a los míos. Lo que sí fue un golpe, fue que se llevó consigo a nuestro hijo.

Todo en torno a él es un golpe fuerte, cabe añadir. El pequeño James —nombre escogido en honor a mi abuelo—, tenía solo dos años cuando su madre se lo llevó lejos de mis brazos. Era un par de horas de distancia, pero para una mente en crecimiento como la suya, olvidarme fue fácil y pronto adoptó a aquél hombre como su nuevo padre. Tiempo después, en una de mis visitas, dijo que quería volver a casa, que quería estar con su madre y su padre. Al parecer mi esposa no había hecho nada para evitar que mi hijo me recordara. Y supe que yo ya no era parte del cuadro familiar. Así de fácil se deshicieron de mí, y dolió.

Y siguió doliendo en el futuro, en mi subconsciente, porque nunca más tuve una cita, nunca más pensé en tener hijos y nunca más traje a nadie a mi hogar. No es era vida tan solitaria, de todos modos. Tenía el silencio suficiente como para leer mis libros sin ser perturbado, y las relaciones sociales que mantenía con mis pacientes bastaba... aunque he de admitir que apegarme demasiado a ellos nunca fue parte del plan.

Enamorarme de Frank Iero nunca fue parte del plan.

Me encontraba bebiendo el café matutino, en mi amplia mesa de roble, cuando el teléfono de la casa sonó. Sin demasiada prisa fui a contestar, quizás era mi hermano menor o mi madre, después de todo eran los únicos que solían llamar. Pero la voz al otro lado no era de ninguno de ellos.

— Doctor, perdón que lo moleste —dijo, era la voz de la recepcionista—. Pero acaban de informarme acerca de uno de sus pacientes, Iero... él, creen que está en sus últimos minutos. Y pensé que querría venir a despedirse de él antes de que fuese demasiado tarde.

— Gracias —fue lo único que dije antes de cortar, mi café quedó en el olvido, y con prisa me puse una chaqueta antes de salir de casa, encendiendo de inmediato el auto y conduciendo a toda velocidad rumbo a la clínica. Mi corazón latía a mil por hora. Sabía que éste momento llegaría... pero no pensé que iba a ser tan pronto.

Nunca, en todos mis años trabajando en la clínica, el camino se me hizo tan largo. Estacioné lo más cerca de la puerta principal que pude y corriendo atravesé el vestíbulo, los gritos de Rosie me siguieron durante todo el trayecto a través de las mamparas de cristal y por las escaleras rumbo al segundo piso, porque no llevaba mi ropa de trabajo o mi mascarilla, pero sinceramente... eso no importaba en lo absoluto en aquél momento. Había varias enfermeras afuera de la sala, y dos de mis colegas estaban junto a él. Aunque todos desaprobaron el que estuviera ahí vestido ahí, se fueron en silencio cuando les pedí privacidad. Y me negué ante la idea de llamar a sus padres. Frank merecía una muerte tranquila, una muerte en mis brazos.

Solo cuando la puerta se cerró y el último de ellos se marchó, me quité la chaqueta y me acerqué a la cama. Lucía tan delgado y tan pálido que ya parecía avecinarse a lo que se venía. Sus temblorosos labios sonrieron levemente cuando me posé en su campo de visión. Había sangre bajando por la comisura de sus labios.

— Perdón por no esperarlo, doc —dijo a duras penas, su voz sonaba ronca.

— No te disculpes —hice un gesto con la mano, restándole importancia todo—, lo que importa es que estoy aquí, contigo. Y todo estará bien.

— Nada está bien —suspiró—, nada...

Un par de lágrimas se deslizaron desde sus ojos rumbo a su cabello y, aunque cualquier protocolo que conocí se abstenía firmemente a eso, me subí a su cama y me recosté a su lado. Uno de mis brazos rodeó sus hombros para recostarlo de costado contra mí, su cuerpo estaba tan frío cuando lo sentí estremecer cuando entró en contacto con el mío. Recargó su cabeza sobre mi hombro, y cerró sus hermosos ojos.

— Hace mucho tiempo que nadie me brindaba real contacto humano... —suspiró— Todos tienen miedo de tocarme... esas mascarillas, la forma en que me miran. Soy tan contagioso, y aun así usted...

— Eso no importa ahora, Frank —dije, acariciándole el cabello—, nada importa ahora.

— Gracias por estar conmigo... gracias por entrar en mi vida —murmuró—, a veces me pongo a pensar y... no sabe cuánto me hubiese gustado... que nos conociéramos en otro momento... yo... he pensando en muchos escenarios en donde... usted y yo... juntos...

— Tal vez en otra vida —dije, besando su cabeza—, tal vez todo sea diferente... pero nosotros seamos los mismos.

— Tengo miedo —dijo Frank—, tengo tanto miedo... sé que iré al infierno, me lo dijeron mil veces y nunca me importó porque la muerte se veía tan lejana, pero ahora... voy a ir al infierno y nunca, nunca tuve la oportunidad de... conocer el amor.

— Yo te amo —solté de pronto, acomodándome para mirarlo a los ojos.

La tos lo hizo estremecer y cuando terminó, la mancha de sangre era más gruesa. Llevé un dedo a limpiarla y luego le acaricié la mejilla, dedicándole una cálida sonrisa. Cerré mis ojos y dejé que todo lo que conocía sobre medicina se diluyera junto con el terrible pesar que había en mi corazón en aquél momento. Cerré mis ojos y todo, todo dejó de importar, solo veía a Frank... solo existía él y no había enfermedad, no había contagio, no había muerte, no había infierno... solo nosotros y nuestros labios, y el sabor metálico de su sangre.

Sus labios se sentían resecos y fríos, pero aun así fue el mejor beso que tuve jamás. Cuando nos separamos, nos miramos a los ojos, y él volvió a abrazarse contra mi cuerpo, había paz en su rostro. Y el momento se acercaba.

— Te amo —repetí—, te amo...

Él no respondió a ninguno de ellos, y pronto dejó de responder al abrazo también. Su cabeza cayó inerte contra mi brazo, y dio un último suspiro antes de morir en mis brazos. Fue entonces cuando las lágrimas comenzaron a caer de mis ojos. Lloré durante horas, quizá. Lloré hasta que todas las lágrimas se secaron... y aun cuando ya no tenía nada más que llorar, mi corazón se seguía sintiendo en medio de un mar de llanto y tristeza.

Su cuerpo estaba cada vez más frío entre mis brazos, una de mis manos buscó su mejilla para alzar su cabeza y vi mi reflejo en sus ojos sin vida. La cálida mirada ya no estaba en ellos, y sus labios ya no sonreían como siempre se esforzaba en hacer. Y aun así... el beso que le di se sintió como si estuviera vivo todavía. Fue como si a través de nuestros labios unidos por un beso le diera algo de vida.

Durante unos segundos lo sentí vivo entre mis brazos, pero luego, cuando el beso se rompió, volvió a irse. Y esta vez... esta vez sabía que nunca iba a regresar. Estaba muerto. Y eso destruyó mi corazón de forma irreparable. 

beyond ・ frerardDonde viven las historias. Descúbrelo ahora