Era invierno.
Hacía un frío espantoso y lo odiaba. A diferencia de las personas que se alegraban sobre este, yo me quejaba.
Me llamaban rara, yo les llamaba raros a ellos.
Recuerdo ir por la calle andando, como si nada pasara, como si yo no me estuviera muriendo. Hacía años que lo hacía. Y me gustaba.
Me acostumbré desde el momento en que vi la sangre caer de mis venas. Primero gota a gota, lentamente, como si tuviera el infinito rojo, como si fuera inmortal, pero mejor no serlo.
Recuerdo mirar la sangre insignificante, con indiferencia. Se creía mejor que yo por hacerme morir, pero no lo era. No si yo lo hacía primero.El brazo se lleno de ese líquido espeso color escarlata. ¿Era necesario todo ese espectáculo? Podía haber muerto de sobredosis o por haberme tirado de un puente. Pero no, él tenía que hacerlo así.
Estúpido.
La mirada del Sol estaba puesta en mí, como otra mirada cercana. Lo notaba. Era gracioso porqué me secuestró en pleno día, en plena calle y seguramente con gente en los balcones.
Era gracioso porqué no me resistí.