Él no solía hablar demasiado, aunque yo tampoco, y menos de madrugada que mis ánimos estaban por los suelos.
Aquella noche hacía frío, no frío frío ya que era agosto, pero si ese tipo de frío que tienes con pantalones cortos en un tejado a la una y media de la mañana.
Nos solíamos encontrar en nuestro sitio a esa hora, pero él llegaba tarde. La 01:33 y llegaba tarde. Tan impuntual siempre, pero tan oportuno normalmente.
Estaba triste, decaída, y pensaba cosas que no debía pensar y menos con la vida que llevaba. Nada mala.
Tenía muchas cosas buenas como que era verano, que era una chica 'mona' de cabello castaño rojizo y ojos claros. También tenía amigos, bastantes para ser sincera, aunque no solía quedar con ellos demasiado a menudo, además que tenía novio, o lo que fuera que fuese él.
Pero nadie sabía de él ni de nuestra relación.
Mi mirada estaba en el suelo, a por lo menos cinco metros de altura o más, no se me daba bien los números. Estaba en la tierra, en las piedras y en ese color marrón que me recordaba a mi.
En esos momentos era agua, y tierra.
Así me sentía con él.
Vi a lo lejos como se acercaba, a paso lento incluso llegando tarde, y con la mirada al frente, siempre con una sonrisa de superioridad, como si él pudiera cambiar todo lo que quisiese y más, y siendo sincera así era.
Él me había cambiado, aunque no sabía si para bien o para mal.
Me ahogaba.
Me enterraba.
Me mataba.
—Subo. —Informó con un grito. No le respondí. Pensaba demasiado.
Noté mis ojos arder, ni siquiera sabía el por qué de esas lágrimas descontroladas. Él llegó arriba y me miró, indiferente.
—Tiene que ser así. —Dijo con un tono imperativo. —Debes de sentirte así.
Le miré. Realmente no le entendía. ¿Me quería? Parecía que me odiara, parecía que...
—¿Quieres que muera? —Pregunté mirando el océano que tenía como ojos, en ellos me perdía, pero hasta antes de conocerlo así era. Sus ojos eran la metáfora perfecta para describir lo que sentía.
Me ahogaba.
Rió, soltó una carcajada desde lo más profundo de su ser, de su garganta, de su alma. No sabía si reír o llorar ante aquello, ¿qué significaba?
—Amor, es lo único que quiero de todo esto. —Y sonreí. Sonreí porque eso ya lo sabía, él quería verme sufrir como nadie más lo había hecho.
Y lloré.
Mucho y muy fuerte, tanto que me dolían los pulmones, me ahogaba de nuevo y esas lágrimas de más que soltaba hacía que mi respiración se entrecortase, que me hiciera morir lentamente, por dentro. Notaba como el agua me encharcaba los pulmones y poco a poco me costaba respirar más y más.
—No me quieres ¿verdad? —Pregunté con miedo aún sabiendo la respuesta, siempre tan obvia de él, ¿cómo me iba a querer si lo único que quería era matarme?
—Claro que te quiero, amor. —Giró su cabeza para mirarme con tristeza, aunque su mirada me trasmitía pena, yo sabía que todo era fingido. —Muerta.
En ese momento miré al suelo, pero de una manera que nunca antes lo había visto; como una vía de escape.
Miré la tierra, y las piedras, incluso me visualicé a mí en ésta, con el cuello roto y en la posición típica de un cadáver, me visualicé tan bien que sonreí al acabar mi suicida fantasía.
—Así no. —Escuché decir cerca mío, despertándome de esa especie de sueño lúcido que había tenido. —No seas tan cutre, con esa caída solo te romperías un par de huesos y con suerte, o por desgracia, solo te quedarías paralítica. Pero ¿para qué quieres hacer eso pudiendo morir mejor?
—¿Mejor? —Pregunté intentando volver la calma a mi organismo, intentando respirar entre las lágrimas. No estaba loca, lo prometo. Sólo tenía un problema.
Y era él.
—Déjame ocuparme de tu muerte, bebé. —Dijo cogiéndome la mano, casi suplicando que le dejase matarme. —Prometo hacerte mucho daño. Tu muerte será lenta y sin compasión, durará meses, o años.
Y firmé sin leer las condiciones, sin leer ni una palabra del contrato. Solo dejé que sucediera.