Capítulo 3: Recibimiento (Parte 1)

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Nota de la autora: Ahora que mi computadora resucitó, puedo continuar subiendo la historia para quien guste leer.

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Capítulo 3

Primer fragmento

Recibimiento


Cuando Rebée despertó todo había cambiado.

Oía voces agudas, la conversación profunda de unos hombres, risas de mujeres, gritos de niños, algunos de júbilo y otros de bebés berrinchudos. El movimiento fuera de la choza era palpable, el sonido rebotaba en las paredes de la choza, las fuertes pisadas de afuera hacían vibrar el piso. A través de la cortina, veía las siluetas de las personas que pasaban. Sus sombras opacaban fugazmente la luz que se colaba por la rendija de la puerta. "Mi pueblo volvió", pensó esperanzada y, a pesar del malestar que sentía, se puso de pie a fuerza de pura alegría que no dejaba de crecer en su pecho. Estaba salvada. Por fin la rescatarían de su soledad. No moriría de hambre, sed ni frío.

Cuando llegó a la puerta y se asomó al exterior, la blancura de la bruma matutina la encandiló. Con el dorso de la mano sobre sus ojos, pestañeando, echó un vistazo a la gente que se encontraba allí y se alarmó al no reconocer a nadie, excepto a un hombre que se parecía al que había visto en sus sueños.

Confundida, trastabilló y perdió el equilibrio. Su debilidad le ganaba una vez más. Permaneció sentada en el umbral de la choza mientras todos se le quedaban mirando. Los hombres que hablaban junto a la puerta y los que realizaban sus tareas más allá, las mujeres que barrían las pasarelas de madera y los niños que pasaban jugando; todos se detuvieron a observarla con una mezcla igual de temor y curiosidad.

Tenían los rostros sucios, pero se divisaban marcas doradas debajo de la mugre, como tatuajes brillantes que les recorrían la piel. Eran demasiado delgados y pálidos, todos ellos con el pelo largo y blanco, como la bruma que lo envolvía todo. Su altura era impresionante, sobre todo en los hombres, que superaban los dos metros. Le asustaron sus ojos, no tenían iris, eran absolutamente negros, por completo, enmarcados en pestañas claras. Vestían ropas raídas de fibras finas. La mayoría de los habitantes andaban descalzos.

Uno de los hombres se le acercó, llevaba una lanza en la mano, de esas que se usan para pescar. Desde el lugar donde Ribée estaba le resultó amenazante.

—Entra a la casa, come y bebe. Cuando hayas terminado serás interrogada.

Un anciano se adelantó, la ayudó a ponerse en pie y la guio hasta el interior de la choza. La chica no había notado que sobre la mesa baja que antes se veía sucia y arruinada había un mantel de juncos, agua y comida. Le acercó una banca que tenía apenas unos centímetros de alto y la invitó a sentarse frente al plato.

—Ven, pequeña —le dijo con tono amable—. Llevas varios días sin comer.

—Tenía fiebre —afirmó Ribée y notó su voz rasposa.

El anciano asintió con la cabeza. Tenía marcas doradas navegando en el mapa de arrugas que le surcaban el rostro. Su pelo era escaso y le iba hasta los hombros en el mismo blanco fino que los demás. Estaba un poco encorvado y aun así era mucho más alto que ella. Lucía demasiado delgado, con las articulaciones hinchadas y los tendones muy marcados bajo su piel fina y de aspecto quebradizo, pero la sujetaba con fuerza.

Ribée no tenía demasiado apetito, lo que agradeció al probar la comida. La bebida estaba turbia, la sopa no tenía sabor —pero al menos estaba caliente—, la carne estaba seca y olía raro.

Los nervios le revolvían el estómago, así que no se terminó toda la comida y eso le hizo ganar una mirada de reproche de parte de la mujer que juntó los platos antes de que un grupo de cuatro hombres ingresara a la tienda.

Tres de ellos llevaban bancos bajos de madera, dos se sentaron contra las paredes de la pequeña choza, cruzando las piernas y el otro se acomodó frente a la mesa donde dejó papel y un tintero.

Sus ropas e incluso sus calzados estaban hechos de fibras vegetales, lianas y ramas. La tela se veía fina y áspera, lo que a Ribée se le antojó poco abrigado para el clima del pantano. Todos tenían dibujos dorados decorándole el rostro, distintos en cada uno de ellos. Viéndolos de cerca notó que sus ojos no eran completamente negros, sino que estaban salpicados de pequeños destellos, como estrellas. Cada uno de esos hombres la estudió con la concentrada mirada de un cielo estrellado.

 Cada uno de esos hombres la estudió con la concentrada mirada de un cielo estrellado

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