Reflejos

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Sé, intuyo lo que podríais decirme al respecto. Puede que esté loca. Que este sólo sea un intento de explicar lo inexplicable, pero qué absurdo sería no hacerlo. Dejar que muriera en pretextos, en desdobles, en la tentación de que se convirtiera en leyenda urbana lo que ahora mismo yo sólo sé que fue historia, circunstancia, crónica de un acto noble.

Trataré de empezar por el principio de ese día tan extraño. Me desperté como otros días, con el zumbido de mi despertador. Desde hace meses mis padres trabajan en un horario que les impide llevarme al instituto. Mi hermano empezó la universidad este curso y también sale de casa cuando yo me levanto. Sólo me pega un grito antes de salir para asegurarse de que me no se me peguen las sábanas, cosa que ya me ha pasado en alguna ocasión.

Me acerqué al cuarto de baño, como siempre y cuando me estaba lavando observé con incomodidad y cierto recelo que el reflejo que me devolvía el espejo se movía a destiempo sobre mis gestos. Si yo me secaba la cara mi reflejo me devolvía el movimiento con apenas un segundo de diferencia. Si movía mi cara a derecha o a izquierda, mi reflejo lo hacía despacio, muy despacio, con cierta parsimonia. Lo que al principio achaqué a una falta completa de lucidez debido a mi embotamiento mañanero derivó en sorpresa con el paso de los minutos. Con todo ello no penséis que me asombré desmedidamente. Decidí tomar mi primera medida: un poco de café en el desayuno.

Suelo tomar cacao en el desayuno, pero ya se sabe que a grandes males, grandes remedios, por lo que ese día y como precaución ante lo que yo intuía como adormilamiento extremo decidí echar un poco de café en mi leche. Enseguida mis ojos se abrieron como platos, terminé mi desayuno y corrí dispuesta a encontrarme con mi reflejo en el baño. Mi sorpresa fue mayúscula al encontrarme a mí misma de brazos cruzados, esperando al otro lado del espejo, estática, y con una sonrisa. Me paré bruscamente, delante del espejo.

— ¿Y tú que miras? – le espeté.

— ¿Tú te has visto? Siempre vas hecha un desastre.

Y sin darme cuenta empecé a hablar con mi reflejo. Como quien habla con una vieja amiga que hace tiempo que no ve y tiene que ponerse al día rápidamente.

— Aún no he decidido qué ponerme.

— Péinate primero por favor, que con esos pelos parece que hayas metido los dedos en el enchufe.

— ¡Pero bueno! ¡Ya está bien! Claro que ahora me peinaré. Ni que fueras mi conciencia.

— Soy algo mucho peor.

— Sí claro, y ahora me dirás qué debo ponerme.

— ¡Pues más bien! Deberías ponerte los vaqueros negros y la camiseta color burdeos.

— Pensaba ponerme la negra.

— Sí claro, para que sigas pareciendo una cucaracha, a juego con tu negro y lacio pelo. Tienes ropa bien bonita que nunca usas.

— Y tú, ¡qué sabrás lo que me gusta!

— Pues te conozco un poco para tu información. Deberías peinarte, lavarte y vestirte para sentirte mejor y no para esconderte detrás de tu pelo, de tu ropa o de tus gestos.

— Me gusta pasar desapercibida. No soy ninguna diva, de esas de instituto que se pasean haciéndose notar.

— No digo que hagas eso, sino que seas fiel a ti misma. Que te peines y te vistas como te sientas mejor, no como quieras que los demás te vean.

La conversación iba adquiriendo un tono cada vez más preocupante. Y lo peor de todo es que mi reflejo iba como siempre había querido ir. Con el pelo suelto, peinado a un lado, y un vestido azul que yo creo que había dormido en mi armario desde que mi madre me lo compró. Siempre pensé en ponérmelo, pero me daba vergüenza.

— No estoy dispuesta a oír ni una palabra más. Por si no te has dado cuenta no son horas de discutir. Voy a perder el autobús.

— Que no se te olvide coger tus cascos. No vaya a ser que tengas que saludar a ese chico que tanto te gusta. Así tienes una excusa perfecta para seguir pasando desapercibida y que él no note que desvías la mirada cuando se sube en la siguiente parada a la tuya.

Me puse colorada. Hecha una furia. Pero mi reflejo en el espejo ni se inmutó en su pose.

— ¡Ese chico no es nada! ¡No significa nada para mí!

— Oye, que estás hablando contigo misma, así que a mí no me cuentes cuentos. Si quieres algo tendrás que estar dispuesta a arriesgar. Y sobre todo a empezar a comportarte con algo más de madurez.

— Ahora pareces mi padre hablando. ¡Lo que me faltaba!

Y cogí mi frasco de perfume, dispuesto a arrojárselo a mi reflejo.

— ¡Espera! ¡Buena idea! Ese es el perfume que nunca te pones. ¿Ves? Estás deseando ponerte un poco de ese perfume para oler mejor, para sentirte mejor.

— Bufff, me estás poniendo de los nervios. ¡Cállate! Ya no te aguanto más.

El frasco de perfume hizo una enorme mella en el espejo. Traté de recoger los pedazos como mejor pude sin cortarme. Me peiné rápidamente y salí corriendo a vestirme sin reparar en mi reflejo. Me puse la primera camiseta que pillé y me acerqué a la puerta.

Al lado de la puerta de mi casa había un pequeño recibidor con otro espejo. Mi reflejo me esperaba impaciente.

— Veo que me has hecho caso. Te has peinado, te has puesto la camiseta color burdeos y hueles muy bien.

No había reparado en ello, pero así era. Mi reflejo había ganado.

— Sí tienes razón. Tú ganas. Pero a saber lo que les contaré a mis padres para explicarles lo del espejo.

— Cuéntales la verdad y por cierto: ¡Que tengas un buen día!

Y salí por la puerta.



— Papá, mamá. Así es como se rompió el espejo del baño. Os juro que es verdad cuanto os he contado.

Castillo de sueños y banalidadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora