La Dama de Elche

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Le llamaban Manolico. Había cumplido hacía unos meses los 14 años y su padre, viendo que estudiar no iba a estudiar mucho, le quería ir instruyendo en su oficio. Su padre y su tío eran jornaleros, pero a menudo hacían otro tipo de tareas para los terratenientes de la zona: acondicionar un jardín, plantar un huerto, hacer un muro o desmontar una ladera eran parte de sus tareas. A menudo contaban con el chico para que les echara una mano en el campo.

Cuando era más pequeño siempre se las apañaba para acercarse a verles y con la excusa de llevarles una bota de vino, un botijo de agua y una hogaza de pan con lo que su madre tuviera en ese momento para aliviar el hambre y los calores o los fríos se quedaba el resto del día haciendo pequeñas tareas.

Aquel día ayudaba a su padre y a su tío a desmontar la ladera de una finca de La Alcudia, próxima a Elche. Les había llevado el almuerzo como en otras ocasiones y los hombres descansaban a la sombra de una palmera. Manolico les había ayudado en otras ocasiones y quería demostrar que ya tenía la suficiente fuerza como para hacer la tarea de un hombre. Cogió la azada que había dejado su padre en el suelo y comenzó a dar fuerte y con rapidez en la tierra. En seguida comenzó a sudar. Era 4 de agosto y ese día hacía mucho calor. Llevaba pocos golpes cuando en uno de ellos notó un golpe seco, con el sonido característico de la azada que se encuentra la piedra.

Algo raro notó: un impulso eléctrico, una extraña sensación de haber encontrado algo fuera de lo común, así que no lo pensó ni un instante: — ¡Padre! ¡Tío! ¡Vengan! ¡Rápido! — gritó.

Los hombres se acercaron y viendo que se trataba de piedra caliza no lo dudaron un instante. Era algo extraordinario. Ya habían encontrado otras veces restos de mosaicos, herramientas e incluso lámparas, pero aquello era más grande. Empezaron a escarbar en la tierra con cuidado, temiendo que si dañaban aquello el Doctor Campello, dueño de la finca, les echara una bronca por destrozar "el patrimonio de nuestra antigüedad", como él mismo lo definía. El doctor era aficionado a la arqueología y no dudaba ni un instante en guardar e identificar cada pieza encontrada. Había heredado aquella afición y una gran colección de objetos de su suegro, Aureliano Ibarra. Se sentía orgulloso de aquellos hallazgos y los mostraba a sus amigos y conocidos como si su casa y su finca fueran parte de un museo íbero.

Los hombres desenterraron un busto de una mujer. Lo han cubierto con una lona para no dañarlo. Pesa lo suyo y ha hecho falta más gente para ayudarles a subirlo a un carro y acercarlo hasta el jardín de la casa. En seguida llamaron al doctor para que lo viera. Ese día ha ido a hacer unas gestiones y no se encontraba en la casa.

Manolico no podía dejar de mirar la estatua. Aún tiene la lona puesta pero recuerda el momento en el que la han desenterrado. Era preciosa. Una mujer bellamente adornada con una gran peineta y un gran manto. Unas grandes ruedas cubren las orejas y hay restos de colores en algunos sitios, incluso del color del oro.

Pero lo que más le llama la atención a Manolico es lo que hay detrás. Hay algo extraño en la parte posterior de la escultura. No se ha atrevido a decírselo a ninguno de los hombres, por temor a que le dijeran algo.

Los hombres deben volver a la tarea y dejan a Manolico a cargo de la estatua hasta que venga el doctor. Y Manolico, obediente, hace guardia.

Hace calor y los curiosos se retiran a echar un rato de siesta. Lo más probable es que el doctor no venga hasta mediada la tarde, cuando el calor haya amainado un poco. Y Manolico se queda a solas con la dama.

Le quita la lona. Vuelve a rodearla y de nuevo queda intrigado con lo que hay detrás. Pero estar en presencia de la dama le pone algo nervioso. Es como estar en la iglesia, delante de la virgen y le impone un gran respeto incluso tocarla. Hay una hendidura, como un cajón ovalado con la forma de unos dedos. Coge valor e introduce la mano en la hendidura. Tiene que introducirlos casi hasta el final para notar el borde. Tira, pero la piedra no se mueve. Empieza a ponerse nervioso y con un poco más de determinación tira de nuevo. La piedra cede y sale. Es una especie de caja de piedra. Dentro hay algo.

Hay ceniza. Y entre la ceniza ve brillar algo. Lo saca con cuidado. Parece una de sus joyas. De oro, sin duda. Y con la misma forma de las que la dama luce en el pecho. Y esa ceniza, ¿qué es esa ceniza? Prefiere no pensarlo. Trata de guardarse la joya en el bolsillo, pero con tan mala fortuna que el cajón se le resbala de las manos y cae al suelo, dando contra una de las pocas piedras que hay por allí y se rompe.

Manolico se queda blanco. Oye voces en la casa, así que rápidamente cubre de nuevo a la dama con la lona. Coge los restos del cajón y los tira rápidamente a una acequia cercana, fuera de la vista.

El doctor ha llegado y ya se hace cargo de la situación. El chico vuelve con su padre y con su tío. Le sudan las manos. Se siente un ladrón, un profanador de tumbas o algo peor. Le quema la joya en el bolsillo.

El doctor hace llamar a los hombres y al chico. Les da la enhorabuena y les hace pasar a la casa fresca para darles unas monedas en agradecimiento. El chico no puede mirarlo a la cara. Los hombres se quedan charlando unos instantes con el doctor para darle los detalles del descubrimiento.

Manolico aprovecha esos instantes para ir hacia la estatua. La dama le mira, le está mirando, le acusa con la mirada. Parece que le estuviera maldiciendo con su mirada callada. Manolico rodea la estatua poco a poco, en parte para dejar de mirar esos ojos y en parte para hacer lo que tiene que hacer. Se mete la mano en el bolsillo y extrae la joya. No duda. La saca y la deja en la parte posterior de la estatua. En ese gran hueco vacío.

Su padre y su tío salen y le llaman. Se van a casa. Antes de irse Manolico se vuelve a mirar a la dama. Hubiera jurado que ésta le ha sonreído.

 Hubiera jurado que ésta le ha sonreído

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