Memorias apócrifas de un inmortal

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En el que se confunden máscaras y rostros, se pone clave a la belleza y la voluntad es entereza

SIGLO V a.C.

¡Qué complejo es el cuerpo humano! Pensé la primera vez que traté de reproducir unas manos, un torso, un cuerpo. Mis primeros rostros reconocibles tuve que copiarlos literalmente. Me adueñaba de las facciones de un muerto como si fueran una máscara, un envoltorio vacío, una carcasa hueca de ojos vidriosos. Me costó siglos perfeccionar la técnica, reconocer cada órgano y cada célula del cuerpo humano, hacer míos esos cuerpos complejos y maravillosos.

Tuve que forjar mi destreza como los antiguos helenos, pero con muchas más trabas. Mi cuerpo no era mármol que pudiera forjar a golpe de cincel y martillo, sino que mi herramienta básica era la voluntad de mis células de aferrarse a una idea provocada. Fue por ello que tuve que profundizar tanto en la voluntad de crear una forma exterior y adecuarme a los convencionalismos de belleza de cada época, como ir aprendiendo el funcionamiento del cuerpo humano: órgano a órgano, capilar, arteria, vena y latido. Tuve que recorrer cada fibra y hacer mío el funcionamiento de cada órgano. No fue nada fácil. Me llevó siglos.

Para mejorar mi técnica entré en la escuela de Agéladas en el año 460 a.c. Llegué a conocer a Mirón y Policleto primero y posteriormente a Fidias. Fui testigo de algunas de sus obras y en perspectiva puedo decir que el mérito de aquellos escultores distaba mucho de lo que vendría después.

Ya llevaba siglos copiando humanos, pero en aquel entonces estaba empeñado en concentrar mis esfuerzos y aprender básicamente dos cosas: la belleza y la pasión humana. Respecto a la belleza me llevó mucho tiempo comprender que los cánones eran cambiantes, pero que cada época contenía sus propio criterios. Y aquella época no era muy distinta de otras que tendrían que llegar.

Quizás sí puedo decir que fue la primera vez que se plasmara con tanta fidelidad no ya una imagen real sino una idea de rostro, de cuerpo, de líneas y criterios, mandíbulas y torsos, altura, manos, brazos, caderas y poses.

En aquella época Policleto había alcanzado gran fama por sus esculturas en bronce del Doríforo y el Diadumeno. Cuerpos masculinos que contenían la clave de la proporción del cuerpo humano que por aquel entonces sólo parecía conocer él mismo, como si fuera una llave maestra de la belleza.

- Maestro, ¿cuál es la clave, cómo desarrollar belleza cuando la naturaleza no alcanza a rozarla siquiera?

- Te equivocas, la belleza está ahí, siempre ha estado. De hecho somos malos alumnos de la naturaleza. Falsos copistas que apenas atisbamos a comprender los principios básicos por los que se rige.

- Sin embargo maestro, se podría decir que sus obras son perfectas.

- Nunca se consigue la perfección absoluta pero encaminarnos hacia ella, conocer el principio del camino por el que nos debemos mover, quizás esa sea una de la claves de la verdadera belleza.

- Perdone que insista maestro ¿pero cómo puedo yo encontrar el camino que me marcan sus obras?

- La clave es el canon, la proporción, el equilibrio entre el interior y el exterior. Todo lo bueno reside en el interior, pero si queremos sacarlo fuera la clave es el siete.

Con esa idea seguí trabajando durante años en los talleres de Policleto "el viejo". Me obsesionaba la idea de armonía. La belleza era proporción, pero no sólo considerando el cuerpo entero, sino entre una parte y su inmediata, mano con antebrazo, antebrazo con hombro, hombros con cabeza y así sucesivamente hasta crear un conjunto.

Es cierto que por aquel entonces yo era más inexpresivo que muchas de las esculturas de la antigua Grecia. No dominaba aún los músculos y su finalidad, su objetivo principal que era el movimiento. Y en eso mismo, en el movimiento o en la expresión congelada de un movimiento inminente que contenía el arte heleno me pasaba las horas absorto, tratando de comprender en cada gesto todo lo que había detrás.

Y todo quedaba reducido a voluntad y belleza. Es la voluntad la que rige el movimiento y es el canon lo que rige la belleza. Pero es curioso lo que hace el tiempo. El tiempo da perspectiva, da sabiduría y quita o reprocha lo que en otro tiempo fue axioma.

Con el tiempo vi reducido todo a la voluntad. Mi voluntad férrea de llegar a ser humano. Mi única redención. Sólo así se me permitiría volver a mi origen primigenio y consumar mi venganza.

Y la voluntad de cada humano, de cada rostro, de cada órgano en su intento por cumplir una función, una orden ligada al cerebro.

Y yo, que no soy nada, salvo voluntad, que tengo mil rostros que no son el mío, un envoltorio, una carcasa que busca la belleza para entrar en comunión con el ser humano nunca podré tener un rostro que envejezca, unas manos que se arruguen, músculos que se consuman con el tiempo. Y todo eso también es belleza. Con el tiempo todo es belleza y sólo queda la voluntad de observar y de saber que cada momento asigna un valor distinto a cada elemento: un rostro curtido por las arrugas del tiempo.     




Nota: Algún día esto será parte de una obra algo más grande... espero.

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