Estación de dudas y presagios

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"Por los que partieron, por los que quedaron, por los que vivieron, por los que llegaron, por los que sintieron, y por lo que nos queda por vivir. Y que Dios reparta esperanza, amor y certeza a quien lo merezca, y a quien no, que lo deje ir."

*****

Aquel día amaneció resplandeciente. El cielo, de un azul intenso, brillaba por primera vez en días. Había lloviznado por la noche y aún centelleaban las calles de ese resplandor húmedo que dejan las diminutas gotas de agua. Podía ver desde mi ventana los grandes árboles del parque cercano agitarse levemente, a modo de saludo, invitándome a ir a correr. El invierno parecía dejar sitio a la primavera, y mis piernas lo agradecerían, porque ya estaba cansada de hacer footing en la cinta del gimnasio. No lo dudé, me puse mis mallas y salí a trotar de nuevo por el Retiro.

El suelo de tierra aún conservaba ese olor a humedad, así que me alejé del asfalto para ir por las veredas y sendas apropiadas para los corredores que, como yo, nos animamos a salir y disfrutar de este pedazo de naturaleza en medio de una gran ciudad como Madrid. Siempre suelo hacer el mismo recorrido y a la misma hora. El horario de comercio me permite entrar a las diez de la mañana, de tal forma que disfruto de este tipo de libertades como hacer ejercicio antes de entrar en la vorágine diaria. Trabajar en una librería cercana me proporciona una calidad de vida envidiable.

Con los auriculares puestos y mi iPhone sujeto a mi brazo puedo escuchar mi música preferida con Spotify mientras hago deporte. Me gusta estirar antes y después de practicar ejercicio para evitar lesiones tontas, de tal manera que utilizo esos momentos para seleccionar la música que voy a escuchar durante mis vueltas. Pero aquel día no sería un día cualquiera.

Estaba concluyendo mi recorrido. Bajé primero el ritmo, para terminar andando justo lo suficiente y proceder a estirar. Justo en ese momento se levantó un poco de aire, un viento que hizo volar el separador del libro que estaba leyendo un anciano, o eso me pareció, en un banco cercano. El sol se abría camino a través del follaje intenso de los tupidos árboles de esa zona e iluminaba con un ancho rayo de luz el sitio preciso que ocupaban el banco y el anciano. El separador vino volando hasta mis pies. Y curiosamente tenía el nombre de mi librería impreso por ambos lados. Uno de tantos ejemplares que regalamos cada vez que un cliente adquiere un libro en nuestro comercio.

Lo recogí del suelo, alcé la vista y contemplé al anciano en esa escena tan radiante. Por primera vez lo vi de verdad, desde la distancia de unos treinta metros aproximados que nos separaban. Su sonrisa le hizo rejuvenecer y conforme me acercaba para devolverle su separador me parecía que sus ojos cambiaban de color. Cerró el libro con parsimonia y me miró con un gesto que interpreté como ¿jocoso? No sé, me pareció algo juguetón, como si el viento hubiera soplado a su favor y estuviera esperando precisamente ese momento de incertidumbre para que jugara para él.

-Se le ha caído esto. Tenga.

Sus ojos, de un azul intenso, parecían dos cuencas profundas de misterio. Brillaban, con muchos destellos. Era como mirar un cielo nocturno plagado de estrellas. Me quedé absorta durante un instante. Instante que aprovechó para tomar entre sus manos el separador, y, sin dejar de sonreír, decirme:

-Pasa, llega hasta este punto en el que la vida debe ser mirada con otros ojos, saciada, exprimida en su jugo, en su herida.

-¿Perdón? No le he entendido bien. Es decir, sí he entendido todas las palabras, pero no el sentido de lo que quiere decirme.

-Es algo que leí en un libro. Siempre debemos tener cuidado con los libros. Las palabras contienen el extraño poder de cambiarnos. Y tú pasas mucho tiempo rodeada de libros.

Castillo de sueños y banalidadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora