Transfiguración

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Día 1

Mi mujer ha hecho las maletas y se ha largado. A sus habituales murmullos acompañados de aspavientos les añadió un gesto de determinación, marcado con un par de arrugas en su pequeña nariz respingona y un pequeño tic en su ojo derecho. Si bien es cierto que no osaré declarar defensa alguna que pueda servir para obviar el hecho de que esta vez creo que la razón está de su parte. Ella diría que siempre está de su parte, como no puede ser de otra manera en un matrimonio con tantos años de mutua compañía e incomprensión. Aún así debo declarar que espero que no sea algo definitivo.

La causa de su partida no puede sorprenderme lo más mínimo, porque es el extraño olor a azufre que asola toda la casa desde hace días. Me achaca no hacer nada para remediarlo y ha decidido irse a casa de su madre mientras encuentro una solución definitiva. No dudéis ni por un momento que he tomado ciertas iniciativas durante estos días: he comprobado desagües y cañerías, utilizado nuevos productos de limpieza, revisado la nevera, e incluso me atreví a mover algunos electrodomésticos, esperanzado de encontrar algún bicho o comida en mal estado que por accidente hubiera ido a descansar en algún sitio inesperado o poco habitual. Sin éxito.

Lo malo es que poco a poco me fui dando cuenta de que el origen del olor era mi propio cuerpo. Lo que al principio achaqué a una sudoración excesiva luego determiné que tenía difícil forma de solucionar. Incluso con los mejores productos de aseo personal del mercado era incapaz de enmascarar un olor tan marcado. No es de extrañar por tanto que mi mujer renunciara a compartir espacio común conmigo hasta que recupere al menos un olor soportable.

Día 2

Después de su partida he podido confirmar que la cosa empeora. Esta mañana, cuando me he levantado de la cama he podido comprobar que he dejado marcadas las sábanas de un color oscuro, como si se hubieran chamuscado a fuego lento. Incluso en algunas partes parecían desprender cierto humo. Me he apresurado a tirarlas a la basura directamente. Si mi mujer las ve en ese estado el que se va a la basura soy yo.

Se me han caído varios dientes y no sólo eso, en su lugar me están creciendo, a pasos agigantados, unos dientes de un blanco cegador, acompañados de unos colmillos más pronunciados de lo habitual. Por un momento pensé que, para variar, algo bueno me estaba sucediendo, y ahora iría adquiriendo como por arte de magia la dentadura perfecta de algún presentador de televisión, pero cuando me vi en un espejo comprobé que no, que no iba a ser el caso. Que más bien iba pareciendo un vampiro de película de serie B, de esas de bajo presupuesto. Por si acaso, me agarré uno de ellos y traté de moverlos, para comprobar fehacientemente de que eran reales y no producto de una imaginación alterada por el olor. De nuevo sin mucho éxito.

Y lo peor del día estaba por llegar, porque poco a poco fui constatando que se me caía el pelo. Yo ya contaba de motu proprio de unas marcadas entradas de serie a ambos lados de mi cabeza, pero no por ello puedo decir que no contara aún con abundante pelo en el resto. Cada vez que me pasaba la mano un mechón de pelo descansaba entre mis dedos. Iba dejando rastro en el suelo y antes de la hora de comer ya me había quedado completamente calvo. Así que no me quedó otra que barrer los restos y con mucho dolor de mi corazón decir adiós a mi pelo junto a las amortajadas sábanas chamuscadas.

Empecé a notar más síntomas durante el día pero decidí no prestarles mucha atención y tratar de relajarme refugiándome en la lectura de algún libro o viendo alguna película de esas que tenía pendiente. Comí frugalmente esperando acontecimientos, porque a esas alturas ya intuía que lo que vendría no podría mejorar mucho mi estado. Y me acosté, eso sí, dejando un pequeño extintor cerca y cubriendo de láminas de papel de aluminio el juego de sábanas con el que he hecho la cama esta mañana.

Día 3

He dormido fatal. El sonido del papel de aluminio al doblarse y romperse y mi creciente estado de ansiedad han hecho el resto. Menos mal que al menos no he tenido que utilizar el extintor. He hecho un burruño con todo el papel de aluminio y ha sido en ese instante cuando me he dado cuenta de que mis uñas han crecido, que son más blancas y puntiagudas. Parece que me lo hubiera hecho alguna esteticien.

Me he encaminado a la ducha a ver si me despejaba un poco y la sorpresa mayúscula me la he llevado cuando por el desagüe de la ducha he empezado a ver cierto plumón negro. Todo ello, unido a un creciente escozor en la espalda ha hecho que al salir de la ducha buscara rápidamente un pequeño espejo que reposa en la repisa del lavabo y me la mirara. No se puede dar crédito a los ojos cuando estos contradicen la lógica, pero yo ya estaba en esos momentos curado de espanto. Dos pequeñas protuberancias cubiertas de plumón negro emergían incipientes de mis omóplatos. Ni corto ni perezoso dejé el espejo, me vestí y me dispuse de nuevo a realizar las tareas cotidianas de náufrago casero.

Trataba de esta forma de alejar de mi mente todo lo que me estaba sucediendo, pero poco a poco la camiseta que llevaba puesta me avisaba a su manera de que se estaba quedando pequeña. Me la tuve que quitar rasgándola con unas tijeras, porque a esas alturas ya era imposible no hacerlo sin llevarme por delante alguna parte extraña de mi nueva anatomía. Crecientes músculos empezaban a definirse con más claridad en mis brazos y en mi torso desnudo y un peso creciente se empezó a manifestar en mi espalda.

Al cabo de un par de horas ya podía notar las alas negras plegadas a mi espalda. Hice ademán de abrirlas, como quien abre sus brazos y sus manos por primera vez pero no conté con la envergadura tan grande de las mismas. Me llevé por delante toda clase de floreros, marcos de fotos y lámparas, pero las desplegué a lo largo del salón, que a ciencia cierta tampoco es que sea muy grande. Por primera vez en varios días una sonrisa se me dibujó en el rostro, para luego mostrar abiertamente mi recién estrenada dentadura.

Orgulloso de mi nuevo musculoso cuerpo, con mi sonrisa y mis alas negras me asomé al balcón de mi casa. De un buen número de balcones asomaban numerosos hermanos. Un sonido grave y muy largo, como de trompetas, se empezó a escuchar en el cielo. Echamos a volar casi al unísono, seguros de nuestro destino. Y yo pensando: "Si mi mujer pudiera verme ahora mismo..."

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