Primera parte

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Surrealista.

Se había llamado loco, enfermo y gilipollas. Y no necesariamente en ese orden. Si hubiese tenido el coraje, se hubiera pegado una cachetada fuerte cuando miró su reflejo en el espejo de la entrada.

El panorama era el siguiente: se encontraba dando vueltas en una habitación de hotel, fumándose un segundo cigarro mientras se estiraba el cuello de una de sus mejores camisetas; la de ocasiones especiales. Se la había puesto cuando se le murió una tía y tuvo que ir al entierro. ¿O fue al de una prima? Poco le importaba. Ahora, vestido así, estaba esperando a que llegara la prostituta que contrató por internet.

Muy en su línea, sí.

—De puta madre, Tommo —masculló para sí mismo.

Se encendió un tercer cigarrillo cuando aspiró el filtro del anterior, había estado demasiado rato con él entre los dedos. Dio otra vuelta en la estancia, bufando por lo alto. Él pagando por follar... ¡Ni que fuera un septuagenario al que no se le levantaba la polla! Su yo de hacía un par de años se estaría desternillando de risa. Pero, ¡joder! Probablemente, ese mismo «yo» lo miraría atónito si le contara el por qué. ¡Por qué! ¡Ja! Porque resultaba que sus prácticas en la cama estaban comenzando a ser «peculiares». Jodida Alice. ¡Era su culpa! Él estaba bien, sin ningún tipo de preocupación por cómo funcionaba en el sexo. Mucho menos le preocupaban los deseos que hacía demasiado tiempo rondaban su cabeza. Maldita la hora que creyó tener confianza para revelárselos a su ex.

Sacudió la cabeza.

¡No era para tanto! Cualquiera que lo oyera pensaría que le gustaba azotar, usar chismes eléctricos o atar con bridas en un cuarto rojo y acolchado. No era el puto galán protagonista de un libro «erótico» para cuarentonas. Claro que no, a ese cabrón no le cabían los ceros en la cuenta corriente mientras que él hacía malabares para llegar a fin de mes, pagando el alquiler del estudio y su minúsculo piso de desmedidas facturas. Ese cabrón no tenía que gastarse ciento veinte dólares en una habitación de hotel para... Oh dios, era un putero y no había llegado a los treinta.

Y al final, su único «problema» era que quería practicar sexo anal.

Por eso se había quedado sin novia. Por eso, el polvo con una absoluta desconocida le iba a salir, en total, más de doscientos dólares. ¿Por qué? Porque quería saber si estaba tan demente como le habían hecho creer. ¿Era tan raro? No lo consideraba. Y joder, era joven y estaba totalmente ofuscado cuando se metió en aquella página web de contactos.

Ella se llamaba Rebeca y entre sus «cualidades» estaba practicar lo que él quería. Ahora que lo pensaba, un sudor frío podía llegar a caerle por la frente. Aquella página era como la jodida carta de un restaurante. Las chicas se podían elegir por color de pelo o nacionalidad, opciones que a él le dieron igual; se puso en contacto con la primera que vio. Cuando leyó «anal».

El tercer cigarrillo se estaba consumiendo de nuevo entre sus dedos.

Ok, quizás sí estaba mal. Pero, ¡¿por qué tenía que ser tan complicado para él?! En reuniones con sus amigos habían hablado de eso, o de que a las novias de los otros les gustaba experimentar. A Tommo, en veintisiete años de vida, jamás le había caído esa breva.

Era un tipo atractivo, algo descuidado, pero lo suficiente para resultar interesante. Olía las camisetas antes de ponérselas y los vaqueros le podían durar una semana. Según él, lo más importante era cambiarse la protección de la retaguardia. Ojos azules que siempre eran los aliados en sus coqueteos, barba recortada y pelo rebelde que lucía bien se lo peinara o no. Nunca lo hacía. Entre las chicas, llamaba la atención por sus tatuajes. También que dijera que algunos de los mismos se los había hecho él porque era tatuador.

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