Octava parte

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Salió con las gafas de sol ya puestas. Eran las dos y media de la tarde, llevaba dos diseños esa mañana y se moría de hambre.

En la entrada del estudio se encontró con Liam.

—¿Qué tal hoy? —le preguntó a su ayudante cuando lo vio mordisquear un bolígrafo con la vista inmersa en unos papeles.

—Ajetreado —respondió el otro tras un suspiro.

—Necesitamos vacaciones.

Sabía que no iba a refutarle eso. Lo oyó reír mientras asentía, así que se dirigió a coger su chaqueta vaquera del perchero.

—Oye Tommo, estando a final de mes, ¿apunto los cien dólares de Harry para el siguiente?

El nombrado dejó la chaqueta de nuevo en su sitio.

—¿Cómo?

—Los cien dólares —volvió a decir, esa vez encogiéndose de hombros como si aquello fuera evidente.

Evidente...

Se acercó a Liam, apoyando una mano en el mostrador.

—¿Qué cien dólares?

—Los que dejó a deber. —Tommo separó los labios—. Ya lo había arreglado contigo, me dijo...

No siguió hablando porque su jefe chasqueó la lengua. Luego puso los brazos en jarra.

—Que lo había arreglado conmigo... —tarareó despacio.

—Sí, que se lo habías dicho y no había problema. Que incluso no saliste a despedirlo porque estabas ocupado con una mercancía.

—Con una mercancía...

—Eso me dijo.

Lo mataba. Estaba claro; un día mataría a Harry.

Fingiendo una sonrisa miró al suelo...

Le había dicho a Liam que no salió a despedirlo cuando lo tatuó porque estaba ocupado con una mercancía.

Mercancía le dijo a la jodida erección. Lo fusilaría.

Encima no le pagó cien putos dólares...

—Liam —llamó tranquilo y este lo miró—, espérame cinco minutos y te contesto. Voy a hacer una llamada.

—Claro.

Apretó los labios al hurgar en uno de los bolsillos traseros de su pantalón para sacar su móvil. Se alejó hacia los sofás de la pequeña zona de espera de la entrada y marcó.

Llamando a Harry...

No le contestó a la primera. A la segunda la llamada se desvió y cuando la mandíbula de Tommo ya comenzaba a sentirse tensa, por fin se oyó algo.

Ahora no puedo hablar.

—Harry —casi ladró.

Ahora no puedo —insistió.

Tommo se rascó la nuca, respirando hondo por la nariz.

—Me debes cien dólares. Cabronazo, ¡no me dijiste nada!

Louis...

—¡¿Y qué coño dijiste de mercancía?! Estás enfermo...

Oye —cortó elevando el tono—. De verdad que ahora no puedo hablar.

—¿No puedes? —vaciló—. ¿Estás ocupado podando un jardín?

Lo oyó bufar.

Estoy recibiendo una herencia. —Tommo calló—. Adiós.

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