Capítulo III

655 63 11
                                    

Año 520 – España.

Caminé directo a las caballerizas, necesitaba cabalgar mi brioso caballo, Negro. Después de los últimos sucesos, necesitaba despejarme. Rodhon, Miguel en esta nueva vida que teníamos, salió tras de mí, intentando  calmarme.

―Por favor, Francisco, detente, no te vayas así ―habló a mi espalda mientras todos los peones se hacían a un lado asustados por mi mal humor.

―Déjame, Miguel, no me sigas.

―Por favor, conversemos.

―No tengo nada qué hablar contigo.

Me subí a mi caballo y salí a todo galope, escapando de esta suerte mía que, por quinta vez se volvía a repetir. Otra vez Rithana estaba enamorada de mi hermano, una vez más, él la había encontrado primero. Otra vez tendría que utilizar mis poderes para hacer que ella se sintiera atraída por mí, claro, si él no apareciera, estaba segura que ella me reconocería. Pero no, Rodhon había vuelto a fallar en traerla a la vida.

La encontré tarde, ella estaba enamorada de Rodrigo, uno de los hacendados vecinos. Ella era hija de unos empleados de él, yo la  vi en la iglesia el domingo anterior, estaba con él. Mi hermano la exhibía como un trofeo ganado. Y según las malas lenguas, habían ido a hablar con el Cura para casarse.

Pero yo no lo consentiría, ellos no se casarían, ella debía ser mía, no de él. Manejaría sus emociones una vez más para hacer que ella se enamorara de mí y se olvidara de mi hermano, así cumpliría el propósito para el cual había nacido y por el que vivía hasta ahora.

―¡Don Francisco! ―me llamó uno de los peones―. Lo buscan en la hacienda, vienen del “Desierto”.

“El Desierto”, la hacienda de la que era dueño mi hermano. Como una gran paradoja, se había comprado los terrenos vecinos a los míos. Ahora venía a verme. ¿Quién más podría ser? Nadie más que él podría venir de allá.

No me equivoqué. En la sala de mi casa estaba mi hermano con una gran sonrisa de satisfacción en su cara.

―¿Qué quieres? ―pregunté sin saludar.

―Vengo a ordenarte que no te acerques a Rithana, ella es mi mujer, será mi esposa y no te quiero cerca de ella.

―Hay un propósito que cumplir, si no lo haces tú, lo haré yo.

―No puedes cumplir ese propósito en ella, la matarás una vez más.

―¡No soy yo quien la mata! ―casi grité.

―¿Y quién si no? Te la llevas de mi lado y la asesinas junto a mi hijo. ¿Me vas a decir que lo haces en nombre del amor?

―Así es, lo hago por amor, ella no soporta los dolores y aunque pueda vivir para tenerlo, es tuyo, y no permitiré que nazca.

―Nada ni nadie impedirá que cumpla mi propósito, ella es el puente y ella será la madre de mi hijo, el que traerá a Egipto a todo el esplendor de sus mejores tiempos, gobernaré con los grandes faraones, seré uno más de ellos.

―Ni siquiera les llegas a los talones, los grandes faraones no eran como tú, no los movía el anhelo de poder, mucho menos el odio que llevas en tus venas.

―No me mueve el ansia de poder, lo que quiero es ver a nuestro pueblo renacer de las cenizas, florecer con su antigua potestad, que vuelva a estar en la cima del mundo. Algo que tú, por supuesto, no quieres ni te interesa.

―No, si es a costa de la vida de Rithana.

―Es un pequeño sacrificio.

―¿Pequeño? ―replicó con sorna.

Extraño AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora