El tanatorio está muy silencioso. Más de lo normal. No es que venga mucho por aquí. Pero por lo usual, la gente habla y hay un ligero murmullo de fondo, como un hilo musical en un supermercado.
Y sí, a pesar de que hoy las personas también charlan, yo no las escucho. Me lanzan miradas de soslayo y a veces me señalan. Pero me da igual.
De vez en cuando, se acerca a mí algún conocido, me da el pésame y se va sin decir nada más. Sin preguntarme siquiera cómo me encuentro.
No sé por qué estoy aquí. No debería estar aquí. Esa persona que ocupa el ataúd de madera barnizada hasta brillar deslumbrantemente, no tendría que estar ahí.
Estoy sentada en un sofá tapizado de una tela que resbala de color rojo al lado de la sala con mi bolso. Miro a la blanquísima pared que tengo delante, está difuminada. No sé si la veo así por las lágrimas o por el cansancio de estar en ese lugar desde altas horas de la mañana.
Resoplo. Todo por culpa de ese maldito coche conducido por un borracho a más velocidad de la permitida.
Ya era suficientemente horrible tener un accidente por tu culpa. Pero que fuese por un error ajeno y que la otra persona saliese totalmente ilesa, era lo que hacía que mi ira se disparase y me entrasen ganas de ir a su casa a cantarle las cuarenta. Pero mi madre intenta calmarme diciendo que ya está puesta la denuncia aunque eso no me calma de ninguna manera.
Las luces se encienden y el sol se oculta dejando paso al oscuro cielo nocturno. Eso hace qu me pregunte algo: ¿cuánto tiempo llevo aquí? ¡Ah, ya! Quince horas con solo una de descanso para comer. Quince larguísimas horas aceptando las condolencias de todos. Aunque más bien eran para aceptar que hay una persona más de mi vida que se va.
Mi madre me lleva hasta el coche y arranca. Pero esto no acaba aquí. Mañana será el funeral y ya no habrá vuelta atrás. Vuelta hacia los buenos momentos y hacia los malos también.
Solo salió de mis ojos una sola lágrima más.
