Mis manos se deslizan torpemente por el teclado. La música también es uno de mis sueños frustados. Mi madre me enseñó a tocar con toda su buena voluntad cuando se me metió en la cabeza la idea de ser pianista. Pero lo dejé por imposible. La música, excepto cantar, no ha sido mi fuerte como afición.
Mi madre entra en la habitación donde tenemos el piano y sonríe.
-Las notas tienen que sonar igual en este ejercicio.-dice con un tono marisabidillo a sabiendas que me molesta que me corrija con esa voz.
-Sí, mamá.-contesto.
-Fíjate, déjame.
Se sienta en la butaca a mi lado, enfrente del instrumento y toca con maestría los ejercicios que yo estaba destrozando. Todas las notas suenan limpias, puras, perfectas.
-¿Ves?
-Eso no vale.-digo indignada.-Tú lo haces mejor.
-Y tú también habrías podido y podrías si te hubieses puesto en serio.
Resoplo. Mi madre y sus sermones. Le doy un beso en la mejilla. Ella me mira.
-Sabes que así no consigues nada, ¿verdad?
-Sí consigo algo.-rebato.-Que me dejes de dar la lata.
Suspira y me acaricia el pelo. Nos quedamos así, la una junto a la otra, abrazadas, sentadas frente al piano.
Y nadie ni nada nos podrá arrebatar estos hermosos momentos juntas.