Prólogo

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El salón de clases estaba desierto a excepción de una chica, sentada en su pupitre correspondiente. Sus compañeros de la clase 2-3 hacía ya mucho tiempo que se habían marchado a sus casas. Ella permaneció allí por una sencilla razón: alguien le había dejado una inocente carta de amor en la taquilla de sus zapatos.

Al encontrarla se sintió apenada, pero luego sintió curiosidad tras leerla, y en la última clase decidió que se quedaría hasta la hora acordada en el papel. El desesperado enamorado, como se hacía llamar quien firmaba, la citó a las cinco y treinta de la tarde, momento en que los alumnos que asistían a algún club ya habían concluido sus actividades y se retiraban.

Cada minuto que transcurría provocaba que su corazón acelerase un poco más. Estaba nerviosa y no lo podía evitar pese a que sus amigas intentaron persuadirla de que no le hiciera caso a la carta; últimamente, muchas cosas raras sucedían en la clase, así que un nuevo romance no cambiaría las cosas.

La tarde empezaba a caer y la chica comenzaba a creer que el desesperado enamorado no aparecería, hasta que escuchó los pasos de alguien que se acercaba por el pasillo. Lo hacía de manera muy lenta, probablemente con el mismo nerviosismo que experimentaba la chica.

Cuando por fin llegó a la puerta del salón, y su sombra se proyectó en la puerta, la chica se levantó del asiento. No pensaba que iba a sentirse tan nerviosa, y ahora que el desesperado enamorado estaba afuera, dispuesto a entrar, se sentía a morir.

La puerta se abrió, con la misma lentitud que los pasos de aquel joven. La chica, por instinto, se dio la vuelta. No quería verlo a la cara tan pronto, o por lo menos hasta que el rubor en sus mejillas desapareciera.

––Me da mucho gusto que me hayas esperado ––dijo una voz espeluznante y susurrante.

La chica se quedó helada. Aquella voz era exactamente igual al de aquel esperpento del que tanto hablaban sus compañeros. Y ella cayó en su simplona trampa como el pez en la red.

––Realmente me da mucho gusto.

No quería darse la vuelta, o vería su deforme rostro. Vería esas cuencas negras y vacías y aquella boca herida, cerrada simplemente con una costura mal hecha.

Vería al espectro.

––Ahora podremos hablar ––El espectro se detuvo justo detrás de ella––. Date la vuelta.

––No... ––gimoteó la chica; sólo entonces se dio cuenta de lo asustada que estaba.

––Tienes que hacerlo o hablaré a tu espalda de todos modos.

––No...

Unas manos enguantadas se cerraron en torno a sus hombros. Un escalofrío recorrió su espalda intensamente.

––Tú les darás el mensaje... a todos ellos.

––No lo haré.

––Lo harás, si no quieres ser la primera.

–– ¿La primera en qué? ––preguntó la chica con voz entrecortada por los sollozos.

––La pesadilla ––dijo él ––. La galería gótica. ¡El mejor espectáculo de horror que hayan visto en sus vidas!

La chica guardó silencio unos momentos, asustada.

–– ¿Por qué...? ––preguntó luego––. ¿Por qué me dices estas cosas?

––Lo hago porque ustedes me han desafiado ––El monstruo tamborileó los dedos en el hombro de la chica. La sensación que le causaba era terrible, igual a la de la fría mano de un cadáver, y el ser se deleitaba con ella––. Lo hago porque ustedes han desatado a la bestia y ahora deben alimentarla.

––No... ––gimió la chica.

–– ¿No? ¿No qué?

­––N-no lo haré.

–– ¿Por qué?

––Porque tú no eres real. Ninguna de las cosas que hablan los demás es real. ¡No eres más que una leyenda urbana que mis compañeros se inventaron para asustarse entre ellos!

––Pero yo soy real ––Las manos liberaron la presión sobre sus hombros y el monstruo se alejó rumbo al pizarrón ––. Y para demostrarlo, les dejaré un mensaje a todos en la clase.

La chica, sin dejar de darle la espalda, escuchó que escribía algo. Trazos largos y lentos que producían un rechinido horroroso que calaba incluso en los huesos.

Cuando aquel ser terminó de escribir, dejó caer la tiza al suelo.

––Con eso será suficiente... ––dijo.

–– ¿Ya te vas? ––atinó a preguntar la chica, más calmada.

––Por supuesto. Mi presencia te molesta, así que me marcho.

La chica escuchó que el monstruo se alejaba, con paso rítmico, pero al llegar a la puerta se detuvo en seco.

––Sólo una cosa más ––agregó el ser, como si acabara de recordar algo importante de último minuto––. ¿Le temes a la oscuridad?

Aquella pregunta la tomó por sorpresa, así que vaciló con las palabras antes de contestar con un pueril:

––¿Qué quieres decir?

––Pasarás la noche en vela en este salón pensando en los monstruos que acechan en ella ––sentenció el monstruo al mismo tiempo que cerraba violentamente la puerta del salón.

–– ¿Qué...? ––La chica se dio la vuelta rápidamente, pero ya era demasiado tarde. Sólo escuchó que el monstruo echaba el seguro desde afuera––. ¡No!

Corrió hasta la puerta, moviendo de su sitio varios pupitres en plena carrera. Tomó el tirador y jaló, pero la puerta no cedió. Probó a golpearla para llamar la atención de quien fuera, pero sólo podía oír los pasos del monstruo alejándose.

––¡Déjame salir! ––exclamó la chica ––. ¡Por favor!

No obtuvo respuesta; los pasos ya no se escuchaban.

–– ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Haré lo que quieras, pero déjame salir!

Por más que ella suplicara, aquel ser no regresó para dejarla salir. Tal como dijo, la chica permanecería la noche entera en la solitaria escuela hasta la mañana siguiente, pensando en que algo podría aparecer de un momento a otro para atormentarla.

Al atardecer, la luz crepuscular del sol iluminó el pizarrón, donde había escrito un par de números grandes:

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