CAPITULO I

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A mi juicio, no se pueden crear personajes sino después de haber estudiado mucho a

los hombres, como no se puede hablar una lengua sino a condición de haberla aprendido

seriamente.

Como no he llegado aún a la edad de inventar, me limito a relatar.

Exhorto, pues, al lector a que se convenza de la realidad de esta historia, cuyos

personajes, a excepción de la heroína, viven todos aún.

Por otra parte, hay en París .testigos de la mayor parte de los hechos que aquí recojo, y

que podrían confirmarlos, si mi testimonio no bastara. Por una circunstancia particular

sólo yo podía escribirlos, porque sólo yo fui el confidente de los últimos detalles, sin los

cuales hubiera sido imposible hacer un relato interesante y completo.

Pues bien, veamos cómo llegaron a mi conocimiento esos detalles.

El 12 de marzo de 1847 leí la calle Lafitte un gran cartel amarillo en que se anunciaba

la subas de unos muebles y otros curiosos objetos de valor. Dicha subas tenía lugar tras

una defunción. El cartel no ponía el nombré de la persona muerta, pero la subasta iba a

llevarse a cabo en la calle de Antin, número 9, el día 16, de doce a cinco de la tarde.

El cartel indicaba además que el 13 y el 14 se podían ir a ver el piso y los muebles.

Siempre he sido aficionado a las curiosidades. Me prometí no perderme aquella

ocasión, si no de comprar, por lo menos de ver.

Al día siguiente me dirigí a la calle de Antin, número 9. Era temprano y, sin embargo,

ya había gente en el piso: hombres e incluso mujeres, que, aunque vestidas de

terciopelo, envueltas en cachemiras y con elegantes cupés esperándolas a la puerta,

miraban con asombro y hasta con admiración el lujo que se ostentaba ante sus ojos.

Más tarde comprendí aquella admiración y aquel asombro, pues, al ponerme a observar

yo también, advertí sin dificultad que estaba en la casa de una entretenida. Y si hay algo

que las mujeres de mundo desean ver ––y allí había mujeres de mundo - es el interior de

las casas de esas mujeres, cuyos carruajes salpican los suyos a diario; que tienen, como

ellas y a su lado, un palco en la Opera y en los Italianos, y que ostentan en París la

insolente opulencia de su belleza, de sus joyas y de sus escándalos.

Aquella en cuya casa me encontraba había muerto: las mujeres más virtuosas podían,

pues, penetrar hasta en su dormitorio. La muerte había purificado el aire de aquella

espléndida cloaca, y además siempre tenían la excusa, si la hubieran necesitado, de que

iban a una subasta sin saber a casa de quién iban. Habían leído los carteles, querían ver

lo que los carteles prometían y elegir por anticipado: nada más sencillo. Lo que no les

La Dama de las CameliasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora