CAPITULO VI

536 31 0
                                    


Encontré a Armand en la cama.

Al verme me tendió su mano ardiente.

––Tiene usted fiebre ––le dije.

––No será nada; el cansancio de un viaje rápido, eso es todo. ––Ha ido usted a ver a la

hermana de Marguerite?

––Sí, ¿quién se lo ha dicho?

––Me he enterado. ¿Y ha conseguido usted lo que quería?

––También, pero ¿quién le ha informado de mi viaje y del objetivo que perseguía al

hacerlo?

––El jardinero del cementerio.

–– ¿Ha visto usted la tumba?

Apenas si me atrevía a responder, pues el tono de aquella frase me demostraba que

quien la había pronunciado seguía presa de la emoción de que yo había sido testigo, y

que, cada vez que su pensamiento o la palabra de otro le recordara aquel doloroso tema,

tal emoción traicionaría durante mucho tiempo su voluntad.

Me limité, pues, a responder con un movimiento de cabeza.

–– ¿La ha cuidado bien? ––continuó Armand.

Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas del enfermo, que volvió la cabeza para

ocultármelas. Hice como que no las veía a intenté cambiar de conversación.

––Hace ya tres semanas que se marchó usted le dije.

Armand se pasó la mano por los ojos y me respondió:

––Tres semanas justas.

––Ha sido un viaje largo.

–– ¡Oh, no crea que he estado viajando todo el tiempo! Estuve quince días enfermo, si

no, hace tiempo que hubiera regresado; pero en cuanto llegué allí la fiebre se apoderó de

mí, y me he visto obligado a guardar cama.

––Y ha vuelto usted sin estar bien curado.

––Si me hubiera quedado ocho días más en aquel pueblo, me habría muerto.

––Pero, ahora que ya está usted de vuelta, tiene que cuidarse; sus amigos vendrán a

verlo. Y yo el primero, si usted me lo permite.

––Voy a levantarme dentro de dos horas.

–– ¡Qué imprudencia!

––Es preciso.

––Qué tiene usted que hacer que corra tanta prisa?

––Tengo que ir a ver al comisario de policía.

––¿Por qué no encarga a alguien que haga esa gestión que puede ponerlo a usted peor?

––Es lo único que puede curarme. Tengo que verla. Llevo sin dormir desde que me

enteré de su muerte, y sobre todo desde que vi su tumba. No puedo hacerme a la idea de

que esa mujer, a quien abandoné tan joven y tan bella, esté muerta. Tengo que

cerciorarme por mí mismo. Tengo que ver lo que ha hecho Dios con aquel ser que tanto

amé, y quizá el asco del espectáculo reemplace la desesperación del recuerdo. Me

La Dama de las CameliasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora