Sin embargo ––continuó Armand tras una pausa––, aun comprendiendo que todavía
estaba enamorado, me sentía más fuerte que entonces, y en mi deseo de volver a
encontrarme con ella había también una voluntad de hacerle ver la superioridad que
sobre ella había conseguido.
¡Con cuántos rodeos se anda el corazón y cuántas razones se da para llegar adonde
quiere!
Así que no pude quedarme mucho tiempo en los pasillos, y volví a mi sitio del patio de
butacas, lanzando una ojeada rápida a la sala, para ver en qué palco estaba ella.
Estaba en un palco proscenio de platea y completamente sola. Había cambiado mucho,
como ya le he dicho, y ya no se veía en su boca aquella su sonrisa indiferente. Había
sufrido, sufría aún.
Aunque ya estábamos en abril, todavía iba vestida como en invierno y toda cubierta de
terciopelo.
La miraba tan obstinadamente, que mi mirada acabó por atraer la suya.
Me observó unos instantes, tomó sus gemelos para verme mejor, y sin duda creyó
reconocerme, sin poder decir positivamente quién era yo, pues, cuando volvió a dejar
los gemelos, una sonrisa, ese encantador saludo de las mujeres, erró por sus labios para
responder al saludo que parecía esperar de mí; pero yo no respondí, como para adquirir
ventaja sobre ella y aparentar haberla olvidado cuando ella se acordaba de mí.
Creyó haberse equivocado y volvió la cabeza.
Se alzó el telón.
He visto muchas veces a Marguerite en el teatro, pero nunca la he visto prestar la
menor atención a lo que se representaba.
Por lo que a mí respecta, tampoco me interesaba mucho el espectáculo, y sólo me
ocupaba de ella, pero haciendo todos los esfuerzos que podía para que no se diera
cuenta.
Y así la vi intercambiar miradas con la persona que ocupaba el palco frontero al suyo;
dirigí los ojos hacia aquel palco, y en él reconocí a una mujer con la que había tenido yo
bastante trato.
Aquella mujer era una antigua entretenida, que había intentado entrar en el teatro, que
no lo había conseguido, y que, valiéndose de sus relaciones con las elegantes de París,
se había dedicado al comercio y había puesto una sombrerería de señoras.
Vi en ella un medio de encontrarme con Marguerite, y aproveché un momento en que
miraba hacia mi lado para saludarla con la mano y con los ojos.
Sucedió lo que había previsto: me llamó a su palco.
Prudence Duvernoy ––que tal era el acertado nombre de–– la sombrerera–– era una de
esas mujeres gordas de cuarenta años, con las que no hace falta tener mucha diplomacia
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La Dama de las Camelias
Classicsde Alejandro Dumas (hijo) La dama de las camelias, publicada por primera vez en 1848, es una novela firmada por Alejandro Dumas (hijo). Esta obra está inspirada en un hecho real de la vida de Alejandro relativo a un romance, que tuvo lugar en 1847...