CAPITULO VIII

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Sin embargo ––continuó Armand tras una pausa––, aun comprendiendo que todavía

estaba enamorado, me sentía más fuerte que entonces, y en mi deseo de volver a

encontrarme con ella había también una voluntad de hacerle ver la superioridad que

sobre ella había conseguido.

¡Con cuántos rodeos se anda el corazón y cuántas razones se da para llegar adonde

quiere!

Así que no pude quedarme mucho tiempo en los pasillos, y volví a mi sitio del patio de

butacas, lanzando una ojeada rápida a la sala, para ver en qué palco estaba ella.

Estaba en un palco proscenio de platea y completamente sola. Había cambiado mucho,

como ya le he dicho, y ya no se veía en su boca aquella su sonrisa indiferente. Había

sufrido, sufría aún.

Aunque ya estábamos en abril, todavía iba vestida como en invierno y toda cubierta de

terciopelo.

La miraba tan obstinadamente, que mi mirada acabó por atraer la suya.

Me observó unos instantes, tomó sus gemelos para verme mejor, y sin duda creyó

reconocerme, sin poder decir positivamente quién era yo, pues, cuando volvió a dejar

los gemelos, una sonrisa, ese encantador saludo de las mujeres, erró por sus labios para

responder al saludo que parecía esperar de mí; pero yo no respondí, como para adquirir

ventaja sobre ella y aparentar haberla olvidado cuando ella se acordaba de mí.

Creyó haberse equivocado y volvió la cabeza.

Se alzó el telón.

He visto muchas veces a Marguerite en el teatro, pero nunca la he visto prestar la

menor atención a lo que se representaba.

Por lo que a mí respecta, tampoco me interesaba mucho el espectáculo, y sólo me

ocupaba de ella, pero haciendo todos los esfuerzos que podía para que no se diera

cuenta.

Y así la vi intercambiar miradas con la persona que ocupaba el palco frontero al suyo;

dirigí los ojos hacia aquel palco, y en él reconocí a una mujer con la que había tenido yo

bastante trato.

Aquella mujer era una antigua entretenida, que había intentado entrar en el teatro, que

no lo había conseguido, y que, valiéndose de sus relaciones con las elegantes de París,

se había dedicado al comercio y había puesto una sombrerería de señoras.

Vi en ella un medio de encontrarme con Marguerite, y aproveché un momento en que

miraba hacia mi lado para saludarla con la mano y con los ojos.

Sucedió lo que había previsto: me llamó a su palco.

Prudence Duvernoy ––que tal era el acertado nombre de–– la sombrerera–– era una de

esas mujeres gordas de cuarenta años, con las que no hace falta tener mucha diplomacia

La Dama de las CameliasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora