CAPITULO II

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Al llegar a aquella parte de su relato, Armand se detuvo.

–– ¿Quiere cerrar la ventana? ––me dijo––. Empiezo a tener frío. Entre tanto, yo voy a

acostarme.

Cerré la ventana. Armand, que aún estaba muy débil, se quitó la bata y se metió en la

cama, dejando durante unos instantes reposar su cabeza sobre la almohada, como un

hombre cansado tras una larga carrera o agitado por penosos recuerdos.

––Quizá ha hablado de más ––le dije. Quiere que me vaya y que le deje dormir? Ya me

contará otro día el final de esta historia.

–– ¿Lo aburre?

––Al contrario.

––Entonces voy a continuar; si me deja usted solo, no podré dormir.

Cuando volví a cara ––prosiguió, sin necesidad de concentrarse, de tan presente como

estaban aún en su pensamiento todos los detalles––, no me acosté; me pose a reflexionar

sobre la aventura de la jornada. El encuentro, la presentación, el compromiso de

Marguerite para conmigo, todo había sido tan rápido, tan inesperado, que había

momentos en que creía haber soñado. Sin embargo, tampoco era la primera vez que una

chica como Marguerite prometía entregarse a un hombre al día siguiente de aquel en

que se lo había pedido.

Por más que me hacía tal reflexión, la primera impresión que mi futura amante me

produjo había sido tan fuerte, que sigue subsistiendo todavía. Yo seguía empeñado en

no ver en ella una chica como las demás y, con era vanidad tan común a todos los

hombres, estaba dispuesto a creer que ella sentía por mí la misma irresistible atracción

que yo sentía por ella.

Sin embargo tenía ante los ojos ejemplos muy contradictorios. y con frecuencia había

oído decir que el amor de Marguerite había pasado a ser un artículo más o menos caro

según la estación.

Por otro lado, ¿cómo conciliar aquella reputación con los continuos rechazos al joven

conde que vimos en su casa? Dirá usted que no le gustaba y que, como el duque la

mantenía espléndidamente, antes de tomar otro amante prefería un hombre que le

gustase. Pero entonces, ¿por qué no le interesaba Gastón, siendo como era simpático,

ingenioso y rico, y parecía aceptarme a mí, que le había dado la impresión de ser tan

ridículo la primera vez que me vio?

Es cierto que hay incidentes de un minuto que producen más efecto que un cortejo de

un año.

De todos los que estábamos cenando yo fui el único que se preocupó al verla dejar la

mesa. Yo la seguí, me emocioné sin poder disimularlo, lloré al besarle la mano. Aquella

circunstancia, unida a mis visitas cotidianas durante los dos meses de su enfermedad,

La Dama de las CameliasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora