CAPITULO XXIII

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Cuando todas las cosas de la vida volvieron a recobrar su curso, no podía creer que el

día que despuntaba no sería para mí semejante a los que lo precedieron. Había

momentos en que me figuraba que alguna circunstancia que no podía recordar me había

hecho pasar la noche fuera de casa de Marguerite, pero que, si volvía a Bougival, la

encontraría preocupada, como yo lo había estado, y me preguntaría qué había podido

retenerme lejos de ella.

Cuando la existencia ha contraído un hábito como el del amor, Y parece imposible que

ese hábito pueda romperse sin quebrar al mismo tiempo todos los resortes de la vida.

Así que me veía obligado a releer de cuando en cuando la carta de Marguerite, para

convencerme de que no había soñado.

Mi cuerpo, al sucumbir bajo la sacudida moral, era incapaz de hacer un movimiento.

La inquietud, la caminata de la noche y la noticia de la mañana me habían agotado. Mi

padre aprovechó aquella postración total de mis fuerzas para pedirme la promesa formal

de irme con él.

Prometí todo lo que quiso. Era incapaz de mantener una discusión y necesitaba un

afecto verdadero que me ayudara a vivir después de lo que acababa de ocurrir.

Me sentía muy dichoso de que mi padre se dignara consolarme de tamaña

pesadumbre.

Todo lo que recuerdo es que aquel día, hacia las cinco, me hizo subir con él en una

silla de posta . Sin decirme nada, había mandado que preparasen mis maletas, que las

colocasen con las suyas detrás del coche, y me llevó con él.

No me di cuenta de lo que hacía hasta que la ciudad hubo desaparecido y la soledad de

la carretera me recordó el vacío de mi corazón.

Y otra vez se me saltaron las lágrimas.

Mi padre comprendió que ninguna palabra, ni siquiera suya, me consolaría, y me dejó

llorar sin decir nada, contentándose con estrecharme la mano alguna vez, como para

recordarme que tenía un amigo a mi lado.

Por la noche dormí un poco. Soñé con Marguerite.

Me desperté sobresaltado, sin comprender por qué estaba en un coche.

Luego la realidad volvió a mi mente y dejé caer la cabeza sobre el pecho.

No me atrevía a hablar con mi padre; seguía temiendo que me dijera: « ¿Ves como

tenía razón cuando negaba el amor de esa mujer?»

Pero no abusó de su ventaja, y llegamos a C... sin que me dijera más que palabras

completamente ajenas al acontecimiento que me había hecho partir.

Al besar a mi hermana, recordé las palabras de la carta de Marguerite que se referían a

ella, pero comprendí en seguida que, por buena que fuese, mi hermana sería insuficiente

para hacerme olvidar a mi amante.

La Dama de las CameliasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora