CAPITULO II

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La subasta estaba fijada para el día 16.

Habían dejado un día de intervalo entre las visitas y la subasta, para que los tapiceros

tuvieran tiempo de retirar cortinajes, visillos, etc. .

Por aquella época yo regresaba de viaje. Era bastante normal que no me hubieran

anunciado la muerte de Marguerite como una de esas grandes noticias que los amigos

anuncian siempre al que vuelve a la capital de las noticias. Marguerite era bonita, pero,

así como la tan solicitada vida de esas mujeres hace ruido, su muerte no hace tanto. Son

de esos soles que se ponen como salen, sin brillo. Su muerte, cuando mueren jóvenes,

llega a conocimiento de todos sus amantes al mismo tiempo, pues en París casi todos los

amantes de una chica de éstas se lo cuentan todo. Intercambian algunos recuerdos

respecto a ella, y la vida de los unos y de los otros sigue sin que tal incidente la empañe

ni siquiera con una lágrima.

Hoy, cuando uno tiene veinticinco años, las lágrimas se han convertido en una cosa tan

rara, que no se pueden regalar a la primera advenediza. No es poco ya que los padres

que pagan por ser llorados lo sean en proporción al precio que se han puesto.

Por lo que a mí respecta, aunque mis iniciales no se hallaran en ninguno de los objetos

de tocador de Marguerite, esa indulgencia instintiva, esa piedad natural que acabo de

confesar hace un momento me hacían pensar en su muerte más tiempo de lo que tal vez

se merecía.

Recordaba haber visto a Marguerite con mucha frecuencia en los Campos Eliseos ,

donde ella iba con asiduidad, a diario, en un pequeño cupé azul tirado por dos

magníficos caballos bayos, y haber notado en ella una distinción poco común en sus

semejantes, distinción que realzaba aún más una belleza realmente excepcional.

Cuando salen, estas desgraciadas criaturas siempre van acompañadas, a saber de quién.

Como ningún hombre consiente que se publique el amor nocturno que siente por ellas,

como ellas tienen horror a la soledad, llevan consigo o bien a aquellas que, menos

afortunadas, no tienen coche, o bien a alguna de esas viejas elegantes cuya elegancia

carece de motivos, y a quienes puede uno dirigirse sin temor, cuando quiere saber

cualquier tipo de detalles acerca de la mujer que acompañan.

No ocurría así con Marguerite. Llegaba a los Campos Elíseos siempre sola en su

coche, donde intentaba pasar lo más desapercibida posible, cubierta con un gran chal de

cachemira en invierno, y con vestidos muy sencillos en verano; y, aunque en su paseo

favorito se encontrara con mucha gente conocida, cuando por casualidad les sonreía, su

sonrisa sólo era visible para ellos, y una duquesa hubiera podido sonreír así.

No se paseaba desde la glorieta a los Campos Elíseos, como lo hacen y lo hacían todas

La Dama de las CameliasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora