MATILDA COSTA
Los hidroaviones en Alaska son la mejor opción para recorrer grandes distancias. Bueno, las grades distancias de este Estado. Dado que lo normal es que las ciudades estén cerca del agua y que estas no cuentan con aeropuertos apropiados... Lo mejor es usar el agua como pista de aterrizaje. La primera vez que lo hice en este viaje pensé que la avioneta se hundiría en el agua, pero no lo hizo. De hecho, disfruté mucho más en el segundo viaje y aproveché para hacer fotografías.
Los paisajes son increíbles. Tan asombrosos que te dejan sin palabras. No es como ir una pista de esquí durante las vacaciones de Navidad y deslizarte por la ladera junto a otras cincuenta personas. Aquí la población parece incluso casi inexistente. Me he relacionado casi únicamente con los dueños de los pequeños hoteles en los que me he hospedado estos días y con los diferentes pilotos de las avionetas. Los locales son bastante cautos a la hora de relacionarse con extranjeros o forasteros.
De todas formas, no te regalan un viaje de este tipo por tu cumpleaños todos los cumpleaños... A la mayoría nunca le regalan un viaje (seamos sinceros). Mis padres se han lucido al máximo esta vez. Podrían haber hecho una reserva en un bonito restaurante del centro y darse por satisfechos, pero no está vez. Han tirado la casa por la ventana. Sólo tuve unas horas para preparar el equipaje y comprar cosas de última hora.
-Si quieres ver algo que fotografiar deberías mirar a tu izquierda -me aconseja el piloto. Su voz saliendo por los cascos que llevamos puestos-. Esta bahía es increíble.
-Lo estoy viendo -respondo-. Es impresionante -susurro mientras coloco la cámara frente a mi cara, ajusto el objetivo y disparo unas cuantas fotos para asegurarme de que, al menos, tendré una perfecta.
-No queda mucho para llegar -avisa el piloto con tranquilidad. Casi puedo ver la sonrisa del hombre dibujarse en su cara. Ha sido el piloto más agradable que me ha llevado en este viaje.
El avión da una brusca sacudida y se me cae la cámara de las manos, que choca contra la pared del avión con un horrible sonido y después me golpea en el pecho. No me da tiempo a comprobar si la cámara está bien antes de que escuche una especie de explosión. Y, digo explosión porque suena más parecido a un pedo del tubo de escape de un coche que a la explosión de una bomba o la de una bala al salir del cañón. La hélice del hidroavión comienza a soltar una horrible y continua nube de humo. El olor incluso llega a penetrar en el interior de la cabina de la avioneta.
-¿Debería hacer eso? -pregunto nerviosa el piloto mientras me agarro al asiento de la avioneta. Del cual incluso sale algo de espuma por una aventura descosida.
-No -responde el piloto. Y saber que responde con el mismo nerviosismo con el que yo he preguntado no es lo más esperanzador del mundo-. Ponte el...
No le da tiempo a terminar antes de que la hélice del avión esté ardiendo. Realmente ardiendo. Con llamas amarillas, naranjas y rojas. Todo el pack que eso conlleva. Incluso que el calor llegue a penetrar en el interior, que antes estaba cerca de la temperatura de un congelador.
-Ponte el salvavidas que hay debajo de tu asiento -me ordena con firmeza.
Rebusco bajo el asiento y tengo que sacar incluso mi maleta de cabina porque la había colocado ahí para que estuviera segura... Mis dedos rozan lo que parece ser la tela del salvavidas y alargo mi brazo todavía más para alcanzarla. La avioneta da otra violenta sacudida y mi cabeza choca contra el cristal de mi ventanilla. Me quedo en una especie de limbo durante unos segundos. Demasiado dolorida y conmocionada como para poder realizar algún movimiento que conlleve usar mis neuronas.
Cuando recupero el control sobre mi mente y, por ende, el de mi cuerpo. Me concentro en lo que está diciéndome el piloto por los cascos.
-No tengo control sobre la avioneta. -Lo dice de una forma tan devastadora que siento como si mi corazón fuera capaz de caerse a mis pies. Como si el verdugo estuviese a punto de dejar caer el hacha sobre mi cabeza para separarla para siempre de mi cuerpo. Como si supiera que las arenas movedizas acabaran absorbiéndome hacia su interior por mucho que intente evitarlo. El final se acerca.
Me gustaría decir que soy consciente de cada segundo que pasa. Y puedo decirlo. Soy consciente de cada segundo que pasa, pero todo ocurre tan rápido que mi cerebro no es capaz de asimilar tal cantidad de información en tan poco tiempo. Es como si me entrara por una neurona y saliera por otra. Mis manos solo tiemblan mientras trato de aferrarme a mi vida, que ahora va vestida de amarillo y se llama chaleco salvavidas. No es mi color favorito, y no considero este objeto un chaleco. Pero... me casaré con él puesto si logro inflarlo. Porque en las avionetas de Alaska no hay preciosas azafatas y azafatos que, con una gran sonrisa, te explican cómo hacerlo funcionar.
«Tiras de la correa y se infla» ¿Sencillo verdad? Pero, ¿qué pasa cuando eso no funciona? «Soplas por el tubo para inflarlo "manualmente"» Claro, todo suena genial y esperanzador cuando tienes miles de metros de los que caer. Pero, lamentablemente, no queda tiempo para mí. Ni para el piloto, dicho sea de paso. Aunque creo que se ha desmayado, ¿verdad? ¿O se ha dado una golpe en la cabeza por culpa de una de las fuertes sacudidas? ¿Qué es lo que ha pasado?
El agua se acerca a nosotros. Bueno, somos nosotros los que nos acercamos a ella. Envueltos en un ataúd de metal con patines que se suponía que funcionaban bien en el agua.
Frío. Más frío que el congelador de mi casa. Más frío que el corazón del villano de la película. Más frío que aquel chico que te rechazo en el patio del colegio porque «las chicas dan asco» y se despidió de ti sacando su lengua de forma burlona. Más frío que el cubito de hielo de tu mojito en el chiringuito de la playa en la que veraneas. Más frío que todo lo que hayas podido probar antes de este momento. Pero puede que no lo más frío que vayas a probar nunca...
Todavía hay esperanza de que cosas más frías estén por venir.
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FRÍO COMO EL HIELO
Teen FictionMatilda Costa recibió un viaje por Alaska para su 21 cumpleaños. Con la cámara al cuello y vistiendo la ropa más calentita de la que disponía recorre el helado Estado de USA a finales del invierno. Lamentablemente, su fantástico regalo de cumpleaños...