Calabacita y Zoey.

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Capítulo 4.

Si para cuando llegase a casa no me quedaba sorda, me compraría unos tapones para los oídos para situaciones de “Las Horas de la Biblia Thomas”. Yo sabía que Thomas me quería mucho. Pero en serio, a veces es peor que mi madre.

Todos los días él y yo íbamos al colegio en su auto. Sin excepciones. Vale, algunas veces me llevaba mamá porque Thomas estaba enfermo y no iría a la escuela, y algunas otras cuando la alcanzaba temprano antes de que se fuese a su trabajo. Prefería ir con Thomas, la verdad.

Para cuando Thomas apagó el auto y cerró el garaje, yo ya no podía más.

— ¡Thomas! —exclamé golpeando mis manos contra mis muslos, después de todo ahora necesitaba que él me pasara las muletas si quería ir a alguna parte. Lo miré a los ojos mientras él mantenía aun la boca abierta sin poder habido terminar su parloteo —. Ya conozco el sermón, ya sé que no me debo de dejar de Julie y Rebecca, ¿pero qué demonios esperas que haga? ¡Ellas, sin duda, pueden patear mi trasero!

Eso lo hizo cerrar la boca. Volvió a abrirla queriendo decir algo, pero, no siendo capaz de expresarlo, al final se rindió y soltó un suspiro audible.

—Lo siento —se disculpó haciendo una mueca. En el fondo, mi conciencia –con apariencia más atractiva que la mía– hacía un baile feliz por dejar descansar sus tímpanos. Thomas volvió a suspirar. —. No me gusta saber que estás así —señaló mi pie— por culpa de unas niñas mimadas hijas de su…

— ¡Hey!—llamé su atención impidiéndolo terminar. Éste vulgar… — No pasa nada. Además la enfermera dijo que solo debía llevar eso el resto de la semana, y después sería libre.

— ¡Una semana de cargar tus cosas y levantarme más temprano! —exageró él dejándose caer hacia atrás en el asiento y alzando las manos. — ¡No puedes ser más egoísta!

Me reí porque sabía que estaba bromeando. Thomas me consentía por ser su hermanita. (Además de ser Nerd). Claro que también teníamos nuestros malos ratos, ¿pero qué hermanos no los tienen?

Thomas me entregó las muletas y me ayudó a salir del auto mientras él se colgaba nuestras mochilas a los hombros y abría la puerta de casa para mí.

— ¡Papá! ¿Estás en casa? —gritó Thomas al cerrar la puerta, como todos los días.

— ¡En la cocina!—respondió él. Como todos los días.

Thomas dejó las mochilas en el sofá de la sala mientras yo me dirigía a la cocina. La puerta sin picaporte rechinó al abrirla y encontré a un señor en un delantal con la frase “El mejor papá del mundo” en éste.

—Hola, pá. —lo saludé una vez que lo escuché maldecir por lo bajo al quemarse con la estufa. Él inmediatamente se giró al sonido de mi voz, mientras se chupaba el dedo herido con intención de calmar el ardor. Le sonreí. Tenía el cabello largo, ondulado y despeinado, sus lentes estaban a punto de caérsele del puente de la nariz y tenía manchada la cara con una especie de salsa. Me sonrió con el dedo todavía entre los dientes.

—Hoda, cadabacita. —balbuceó debido al dedo, y en cuanto se dio cuenta de ello, sacó su dedo de su boca y lo miró como si lo estuviese regañando mentalmente por interrumpir su habladuría. Me reí.

— ¿Qué cocinas?—le sonreí mientras me sentaba en la silla de la barra de la cocina y dejaba las muletas a un lado. Él me levantó un dedo y lo movió como si tuviese la barita de Harry Potter en él.

— ¡Solo espera y verás! ¡Serán los primeros en probar el nuevo platillo del menú! ¡Ravioles de queso con salsa secreta!

— ¿Una salsa secreta?—me asustó de solo pensarlo. Solo espero no faltar mañana debido a la salmonelosis.

El Rey del Hielo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora