Primer día

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Se dice que la arena del desierto cuenta historias que nadie parece poder interpretar pues usa un idioma completamente desconocido. Uno de esos misteriosos y al mismo tiempo fantásticos relatos será el que escucharéis hoy.

El sol decía adiós invitando a la luna a unirse a la fiesta que era la noche. Esta contemplaba a lo lejos como en una gran ciudad perdida en medio del desierto recibía una gran cantidad de gente ya fuera a pie o en carros.

Voltron que así se llamaba la capital del reino de Altea empezaba con los preparativos de la fiesta más esperada de todo el reino: la Caída del León. Una vieja leyenda se transfería de generación en generación a todos alteanos. Se contaba que antes de que la arena cubriera la tierra del reino un brillante león enviado por las más lejanas estrellas cayó y llamó al desierto. Sus rugidos crearon el reino de Altea. En el castillo real todavía se podían encontrar hermosos tapetes que narraban la historia con mágicos dibujos sobre la tela. Solo faltaba un día para que el festival comenzara. Todos estaban ansiosos.

Un pequeño pelinegro de unos trece años acompañaba al que parecía ser su padre por las calles de la ciudad que comenzaba a llenarse de gente. El adulto cargaba con unas cuantas bolsas de tela mientras que el niño simplemente llevaba una diminuta caja de madera.

—Deberías deshacerte de esa caja, Keith.—le aconsejó su padre.— Es muy raro que ni siquiera podamos abrirla quemándola.

—Tiene que haber alguna forma de abrirla. Tal vez mañana podamos. Ya sabes que dicen que durante el día de la Caída pueden ocurrir milagros.

Su padre no dijo nada. No creía en los milagros y su hijo lo sabía. Simplemente pensó que eran cosas de críos. Llegaron a una gran calle llena de tiendas ambulantes. Se pararon frente a una que tenía un toldo azul turquesa con detalles dorados.

—Guarda las cosas en los cofres.

Su padre, era un hombre alto y robusto. Tenía un cabello negro, ojos grises como su hijo y algunos pelos adornaban su barbilla. Keith y él viajaban durante todo el año de aquí a allá pues eran mercaderes ambulantes. Conseguían objetos exóticos y día tras día era una aventura para conseguir artículos que vender en alguna ciudad o aldea. Pero todos los años hacían una parada obligatoria en Voltron durante dos semanas debido a la Caída. Por supuesto también era una gran oportunidad para ganar algo de dinero.

Siguió las órdenes del adulto y metió las bolsas en uno de los grandes cofres para cerrarlo con una de las llaves que tenía su padre. Sin embargo dejó la cajita en el mostrador. Como su padre no se dio cuenta debido a la oscuridad de la noche se marcharon. El pequeño tenía la esperanza de que a la mañana siguiente encontraría la caja abierta. Le daba igual el contenido. Solo quería que se abriera y que demostrara que los milagros sí existían. Keith no sabía que esa caja iniciaría algo. Algo bello pero horroroso en igual medida.

No habían pasado más de dos minutos de las doce de la noche desde que habían llegado a la posada en la que se hospedaban padre e hijo hasta que un oficial irrumpió en la habitación en busca del padre de Keith.

—Señor Kogane, hemos encontrado a este crío en su tienda forzando la cerradura de una de sus cosas.—sujetaba a un niño por el cuello de la camisa. Tendría unos doce años, tenía un corto cabello castaño, brillantes ojos azules y piel tostada. En la otra mano, el oficial llevaba la cajita que Keith había dejado en el mostrador. El pelinegro se sorprendió y se levantó de la cama que compartía con su padre.

—¡Yo no quería robar nada! Solo cogí la caja porque me pareció raro que estuviera allí tan a la vista y al ver que no se podía abrir forcé la cerradura.

Entre arena y engranajes [Klance]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora