Capítulo 11

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Mientras Korsak sorteaba diestramente el tráfico, Jane se giró hacia su compañero, quien había sacado su inseparable Moleskine y estaba pasando hojas en busca de la correcta. Soltó una exclamación de victoria cuando la encontró y puso a la detective al día.

- Rastreamos la señal del GPS del móvil de Betty y nos llevó hasta su coche en el garaje del edificio.

- Pero no sabemos si está ahí dentro, ¿no? – inquirió la morena sujetándose los rizos en una coleta tirante.

- No – negó el joven. – De todos modos, nuestra sospechosa es una joven de 28 años, huérfana desde muy pequeña, fue de un hogar de acogida a otro durante su adolescencia hasta que cumplió dieciocho y se independizó. Consiguió un par de trabajillos que le permitieron subsistir hasta 2006, cuando la contrataron en un pub nocturno a unas manzanas de donde vive Betty.

- Así que es posible que se conocieran allí.

- O tropezaran en el barrio... Pero tal y como dio a entender el casero, tenían una relación, si no sentimental, sexual.

Jane asintió lentamente mientras meditaba sobre los datos.

- ¿Y qué hay de nuestra víctima?

- Betty Rickards, 23 años, de Pittsburg, donde estudió Artes Escénicas. Dejó la carrera y se vino a Boston, la cogieron en un par de anuncios sin importancia y entonces se quedó estancada. Trabajó de camarera, de cajera en unos supermercados y ahorró suficiente dinero para alquilar un pequeño apartamento en el sur de Boston.

- ¿Algún familiar?

- Sí, sus padres ya están avisados y llegarán mañana.

La detective suspiró y volvió la vista al frente. Esa era la peor parte de su trabajo, la que más temía, pero alguien tenía que hacerlo y, por alguna broma del destino, ella era la que conseguía empatizar más con los seres queridos de las víctimas. Su aspecto era fiero pero dentro llevaba una ternura y preocupación que, a pesar de no dejar mostrar mucho, lograba que la gente se sintiera cómoda con ella, sin presiones, comprendidos. A veces no podía evitar preguntarse si era su condición de víctima la que hacía que entendiera tan bien a los familiares, lo que le permitía ofrecerles una promesa a la que agarrarse y un poco de confort.

Korsak giró el volante y entraron por segunda vez en pocas horas en Beach Street. Frenó bruscamente frente a la tienda de comestibles china y apagó la sirena, bajándose los tres del coche prácticamente a la vez. Cruzaron la cinta policial y se agacharon para no golpearse con la puerta metálica, entrando en la tienda. En silencio, se dirigieron a las escaleras y, en vez de subirlas como habían hecho esa madrugada, las bajaron. Jane iba primero, así que sacó la linterna y la colocó bajo su pistola desenfundada, iluminando allá donde apuntara; sus tacones resonaron quedamente sobre el vacío parking. El suelo de cemento estaba cubierto por una capa de polvo que se agitaba con cada paso de los tres detectives, y las ventanas de ventilación tapiadas apenas dejaban pasar los rayos de sol.

Tras ella, dos haces de luz alumbraron un poco más el garaje y la detective hizo un gesto con la mano hacia el único vehículo allí aparcado, un viejo BMW de un rojo desvaído. Se aproximaron de la manera más silenciosa posible, Jane desviándose para rodear el lateral izquierdo del coche, Frost yendo por el derecho y Korsak situándose en el morro para tener un tiro claro en caso de ataque. Las ventanas estaban ligeramente cubiertas de vaho por el calor, lo que les dificultaba la vista del interior.

La detective apoyó el dorso de la mano contra el cristal y acercó la cara, atisbando los desgastados asientos de cuero delanteros, un bolso en la zona del copiloto junto a una cazadora vaquera. Entonces se acercó a la ventanilla trasera.

The Yin to my YangDonde viven las historias. Descúbrelo ahora