17. Albuquerque, Nuevo México, Estados Unidos. Feria de payasos

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Era un caluroso verano en Albuquerque. Finalmente, y después de días, había dejado de llover. Y no solo en Nuevo México, ni en todo Estados Unidos: en todas partes del mundo. A su vez, la lluvia había dejado tras de sí inundaciones y desastres naturales de todo tipo. Pero poco a poco la naturaleza lo había regularizado todo. Si bien estaba nublado, los pájaros, que habían permanecido callados durante mucho tiempo, habían empezado a cantar. Las represas se habían regulado. La tierra finalmente estaba cumpliendo con su cometido y había empezado a secar el agua de la superficie. Los animales habían salido de sus escondites, y los bichos zumbaban alegres tras días sin mover ni una sola ala.

Y hacía calor. Mucho calor. El clima era húmedo, y hacía que los habitantes quedaran pegajosos si se exponían a un viento que parecía provenir del mismísimo Hades.

Todo parecía ir bien. Nadie que vivía allí podría decir que algo extraño estaba sucediendo, pero es que hay cosas que la gente común o no puede ver, o simplemente ignora.


Tras ver el noticiario de la tarde, un grupo de circenses se estaba preparando para finalmente dar al pueblo la función que, creían ellos, se merecía. Armaron la carpa con mucho cuidado para que no se hundiera en la tierra, prepararon a las personas que hacían del show algo espectacular. El cañón estaba preparado. Los trampolines, a su vez, también. Incluso las altas barras que se balanceaban de un lado a otra estaban bien amarradas. Estaba todo listo, excepto Maxwell, el payaso.

Con pasos torpes gracias a sus amplios zapatos fue dando zancadas y disculpándose torpemente al chocar contra sus colegas.

- Llegas tarde, Maxwell – lo regañó Burden, el dueño del circo.

- Ssí – siseó el payaso – lo siento mucho. De veras.

- Ve a prepararte, torpe Max. El show debe continuar.

Y así fue: la carpa se abrió dejando paso a los visitantes. De pronto, el olor a aserrín se mezcló con el dulce aroma al caramelo de las manzanas y al salado y mantecoso olor a las palomitas de maíz recién hechas. El payaso se movía de un lado a otro tras bambalinas con la cara llena de maquillaje y sudor, mientras que trataba de despegarse el cuello de sus ropas del caluroso cuerpo. Las manos, enguantadas, le escocían.

- ¿Estás bien, joven Max? – le preguntó Baz, su colega.

- No – era el primer día del payaso, y se encontraba muy nervioso. Baz tenía experiencia en esto: hacía más de veinte años que había conseguido trabajo tras haber visto en un cartel cerca de un viejo cine que se solicitaba "animador con experiencia." No tenía experiencia, pero sí que era bastante ameno. Los niños lo adoraban, y le pedían sacarse fotografías mientras éste les hacía cosquillas o le regalaba un globo con forma de animal.

- No te preocupes, de veras. Ya verás que todo sale bien – al ver la cara de desaliento de su amigo, se acercó y le dijo. – Toma. Es agua. Te servirá – el payaso fijó la vista en el vaso con agua fría y se la bebió de un solo sorbo.

- Gracias – le dijo, tras secarse los labios con el dorso de la mano. Baz sonrió.

- De nada, pequeño Max.

El presentador presentó el espectáculo y dijo, muy animado, que tenía una gran sorpresa para todos. De repente, los trapecistas empezaron su número. Padres e hijos quedaron conmocionados tras ver semejante espectáculo. Aplaudieron cuando terminaron sus volteretas. Luego, la luz se fijó en el cañón del que el "hombre bala" salió disparado. Las personas rieron cuando éste fue a parar a un montón de colchonetas con aserrín. Se paró, se quitó los lentes y el sombrero, y levantó las manos. Las personas aplaudieron. Luego, un hombre realizó su número haciendo malabares con cuchillos. Otro, con fuego. Otro, montado a un monociclo haciendo que los diferentes objetos que tenía en su rostro no se cayeran. Otro, escupía fuego. Las personas iban riendo y asombrándose a medida que los circenses terminaban con su cometido. El barullo de los vendedores se mezclaba con el cuchicheo cada vez más audible de la tribuna. Luego llegó el momento que todos esperaban: la entrada de los payasos.

Uno por uno fueron entrando: algunos corrían hacia la tribuna mientras reían. Otros hacían piruetas. Otros fingían que se golpeaban con diferentes objetos y caían pesadamente dando vueltas hacia atrás en el suelo. Otros entraban con zancos y saludaban a la tribuna. Algunos ya se habían infiltrado en la tribuna y les estaban regalando diferentes globos de colores con formas de perritos, de jirafas, de elefantes incluso. Todos habían salido, menos Maxwell. Baz lo notó, y fue disimuladamente hacia atrás para ver qué había sucedido.

Max estaba de espaldas a la entrada.

- ¿Max? ¿Está todo bien?

- Sí – dijo de pronto animado – está todo bien.

- Pues entonces sal y haz tu número, sabandija – lo apremió, pegándole el hombro suavemente con una toalla. Dicho esto, se marchó.

Maxwell salió lentamente de su lugar. Las luces le dieron de lleno pero a él no le importaba porque miraba para abajo. Escuchaba las risas de sus colegas y los vítores de la tribuna, pero en cámara lenta. Con la cabeza gacha, se dirigió lenta y pesadamente hacia el niño más cercano. Con un rápido movimiento de muñeca dejó entrever algo metálico que sobresalía de sus manos. Baz abrió los ojos muy grandes, y se dirigió hacia el joven payaso corriendo, en vano.

De repente la madre del chiquillo se dio cuenta de la situación y dio un alarido tan fuerte que la música y los torpes payasos pararon en seco. Las personas se agrupaban para ver qué había pasado. El padre gritaba, pero nadie entendía qué decía. La madre yacía en el piso, desmayada. Y el pobre niño se encontraba en el piso con su algodón de azúcar tirado de lado, con un gran agujero del que manaba su propia sangre como si fuera una manguera.

Baz se dio vuelta porque no podía dar credibilidad a sus propios ojos, pero cuando quiso ver a su colega, lo único que vio fueron sus ropas en el piso mientras escuchaba una leve canción de feria de fondo.

III. Moonlight Shadow: Survive the DarknessDonde viven las historias. Descúbrelo ahora