El viaje de cumpleaños

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Exaltación de la Cruz. Capilla del Señor, Buenos Aires, Argentina

Septiembre 1933

Esa fresca mañana del 25 de septiembre, Esteban despertó empapado en sudor. Estaba seguro de que era causa de una de sus habituales pesadillas. Desde que era niño los sueños lo perseguían, pero hacía ya un año se habían tornado cada vez más oscuros, violentos. Y lo dejaban exhausto.

No siempre los recordaba, pero casi todos le dejaban un sabor amargo en la boca, y un dolor inmenso en todo el cuerpo.

De niño, en plena noche, temblando y asustado, corría a esconderse bajo las sábanas de la cama de su madre. Ella siempre era su amparo, su cobijo y lograba inundarlo de una paz plena. Pero ahora, él era un hombre, en unos días cumpliría dieciocho años, no podía intranquilizarla por niñerías. Ahora era el hombre de la casa.

La ducha logró relajar sus músculos. Con suma lentitud se vistió. Intentó sofocar el deseo por verla. Era un largo viaje el que todavía les aguardaba y era necesario controlar sus ansias.

Desde su habitación podía sentir el aroma del pan recién tostado y del café caliente. Su madre, como cada mañana, tarareaba una canción. Una nana antigua, de su Irlanda natal.

Ella lo recibiría con su sonrisa radiante, sin importar cuán cansada se sintiera o cuán difícil podría ser su día, siempre tenía una hermosa sonrisa en su rostro. Era una joven y bella mujer, aunque sus ojos parecían anidar alguna tristeza lejana.

Nada sabía acerca de su padre. Ni siquiera su nombre. Ni por qué había sido capaz de abandonarlos. Cuando aún era un niño intentó saber sobre su paradero, pero abdicó de tal idea al ver la sombra que oscurecía y entristecía el rostro de su madre cuando le preguntaba sobre él. Decidió entonces, que algún día lo averiguaría por sí solo.

Su madre nunca había formado pareja, aunque en el pueblo no le faltaban candidatos. Había optado por dedicarse exclusivamente a su hijo y a su trabajo. A Esteban le gustaba pensar que quizás algún día, ella y el tío Lyon vencerían sus prejuicios. Al ir creciendo notó la forma en que ambos se miraban, pero lamentaba no imaginar a ninguno de los dos capaz de confesar lo que pudiesen sentir el uno por el otro.

Admiraba a Lyon. Había sido siempre el héroe de sus aventuras y juegos. Era fuerte y ágil. Su forma de moverse, de actuar, eran muy diferente a cualquier hombre que él conociera. Y aunque Lyon sólo era amigo de su madre y su padrino de nacimiento, a Esteban le encantaba presentarlo como su tío.

—El desayuno se está enfriando. Tenemos treinta minutos para desayunar, chequear las maletas y salir antes de que la bocina del vehículo de Juan Manuel despierte a todo el pueblo —dijo su madre en un tono de voz más alto que lo normal.

—La vejez te está volviendo gruñona —bromeó Esteban.
Al ingresar en la cocina, se acercó a su madre, la abrazó por la cintura y le dio un sonoro y cálido beso.

Angeles y Vampiros. La profecíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora