Capítulo 3

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SEGUNDA PARTE: EL TORMENTO DE ABRAXAS

El final

Año 411, antes de la Guerra del Continente



La Reina aguardaba su llegada con la impasibilidad propia de aquel incapaz de reconocer al corazón. Erguida sobre su imponente trono de plata y marfil, erigido sobre una escalinata de mármol de Carrara, era la viva representación de lo que había que temer, respetar y venerar por encima de todas las cosas. Tamborileaba los dedos sobre el reposa-brazos, creando un armónico tintineo que resonaba entre las cuatro paredes de su Templo. Un armónico tintineo que precedería a la brutal ejecución del enemigo.

Cuando las puertas se abrieron y la escolta entró en tropel para anunciar su nombre, la Reina no cambió de postura. Su rostro se mantuvo inescrutable, su mirada insondable: nada en toda tierra habitada podía causar estragos en su sensibilidad, porque no la poseía. E hizo ostentación de esa indolencia durante el trayecto del condenado hasta el pie de la escalera, donde lo único que se pudo escuchar fue el ruido de las cadenas al arrastrarlas por el alabastro del pavimento.

Él no era un prisionero corriente. Él no era un enemigo común. Él había sido el padecimiento eterno de la Reina... Pero ya no.

Abraxas no se detuvo en el lugar que le correspondía. Ignorando las órdenes de los centinelas y empujando con fuerza bruta a todo aquel que osara ponerle un dedo encima, tiró de sus cadenas hasta que las venas se superpusieron sobre la piel morena. Nadie pudo detenerle en su viaje hasta la Reina, frente a la cual dejó caer las amarras de su condena creando un eco que no fue más ensordecedor que su mirada.

La Reina se levantó, aun sabiendo que sus esfuerzos por enfrentarlo en igualdad de condiciones eran nulos. Abraxas la doblaba en altura, en anchura y casi en fuerza de voluntad.

—¿Unas últimas palabras? —inquirió la Reina, sosteniéndole la mirada.

Los ojos de Abraxas refulgieron como las orillas de un volcán al borde del estallido. En sus labios creados para la mentira y el engaño, para la lujuria y la perdición, floreció una sonrisa torcida que pronto adquirió un nuevo matiz: tristeza. Una tristeza no ligada a la desesperación de la inminente ejecución, ni relacionada con el temor al más allá. Una tristeza fundamentada en el placer de ser un infeliz.

—Sí —contestó, dando un paso al frente. Su aliento acarició la nariz élfica de la Reina al responder la pregunta que nunca había olvidado—: Siempre lo supe. Y siempre lo hice.



Los principios

Año 211, antes de la Guerra del Continente

La Reina Airgid envainó el puñal ante la mención de su nombre. Se giró para mirar directamente al centinela Rhig, cuyo generalmente inexpresivo semblante se había torcido para evocar una mueca de disconformidad.

—¿Qué ocurre?

—Un hombre, majestad —explicó, con los ojos clavados en el horizonte.

—¿Ha venido para formar parte de las huestes? —preguntó, mirándolo con una ceja alzada—. Dile que en Vasilia solo entrenamos mujeres, y que mi hermano tampoco lo acogerá si no es ciudadano de Naeem. ¿Cuántas veces tengo que decir que en aquí no hay humanos que valgan?

¡Maldito amor! Historias de amor y maldicion GDonde viven las historias. Descúbrelo ahora