Capítulo VIII

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¿Quién nos ha hecho girar de esta manera
que, hagamos lo que hagamos, siempre estamos
en la actitud del que se va? Y como éste,
sobre el último cerro que le muestra
una vez más aún todo su valle,
se da vuelta, se para y titubea,
tal vivimos nosotros, despidiéndonos.

Rainer María Rilke, Octava Elegía.


Yuzu se despertó en su habitación.

Sabía que era suya porque podía ver en la esquina la pequeña mesa que una vez sostuvo el jarrón que él estrello contra el piso la noche anterior. Se movió a una posición sentada sosteniendo su cabeza con una mano tratando de deshacerse del vértigo. Recordó el episodio en el pasillo, la debilidad paralizante que lo invadió y los puntos negros que se comieron el mundo a su alrededor.

Alguien se aclaró la garganta a su lado sobresaltándolo. Y su sorpresa fue mayor cuando sus ojos se posaron en la persona sentada en el sofá próximo a la cama. Shoma. De todas las personas Shoma era el último a quien esperaba ver ahí.

— ¿Shoma? ¿Qué haces aquí? — su voz sonaba horrible y su repentina garganta seca no ayudó con el problema.

—Te encontré en el pasillo, y después Yumi-san me pidió que me quedara contigo hasta que despertaras. Incluso cuando les dije que no diría nada ellos no me dejaron ir— se apresuró a explicar con palabras atropelladas y Yuzu se habría burlado de él si no fuera por el tono apagado y esos ojos que se rehusaban a mirarlo directamente.

Y Yuzu lo supo. De alguna forma Shoma sabía su secreto.

—Oh— fue lo único que se le ocurrió decir.

El incómodo silencio que últimamente se había vuelto parte de su vida, y al cual despreciaba con todo su ser, se instaló entre ellos. Yuzu observó a Shoma y pensó en lo mucho que había llegado a apreciarlo, casi como a un hermano menor.

Ambos eran del mismo país y de una u otra forma Yuzu lo había visto crecer. No había cambiado mucho. Ya no era un llorón pero seguía siendo ese niño tímido al que le encantaba molestar. Pero a pesar de los momentos divertidos, las bromas, las risas, las pequeñas charlas detrás de escena sobre juegos y patinaje, su cercanía se limitaba a sólo eso, a efímeros encuentros que no eran suficientes para nutrir una amistad más profunda. Tal vez en otras circunstancias podría ser.

— ¿Tienes miedo?— fue una pregunta tan directa y salida de la nada que Yuzu se quedó en silencio tratando de adivinar a que se refería, y luego se golpeó mentalmente porque sólo había una cosa a la que Shoma podría estarse refiriendo.

—Estoy aterrado— admitió con la voz temblorosa, y se sorprendió aún más que Shoma por decirlo en voz alta. No le había confesado eso ni siquiera a su madre que era su máxima confidente.

—No quisiera estar en tu lugar— dijo Shoma con tono ligero tratando de aligerar la pesada atmosfera.

 —Ni yo.

Y ahí va el intento de humor.

—Lo siento. Fue un…— intentó disculparse torpemente. En momentos como ese Shoma le recordaba a un niño más que nunca.

—Está bien, entiendo— Yuzu le dirigió una débil sonrisa tratando de tranquilizarlo.

— ¿Vas a retirarte después del torneo por equipos?— preguntó Shoma con cuidado.

—Ese es el plan.

— ¿De forma permanente?— Yuzu sintió como su garganta se apretaba un poco al escuchar la forma en que la voz de Shoma se tornó más suave, casi temerosa. Como un niño perdido preguntando a su padre si volverá.

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