Llegaste un día frío y ligeramente lluvioso de enero a nuestras vidas. Irónicamente nuestra historia comenzó porque pensábamos que el gato callejero que cuidábamos y alimentábamos, había muerto. Estábamos seguros de que ese cuerpo que encontramos en la calle era de él; de ese gato loco, parrandero y salvaje que llegaba todas las noches maullando a todo volumen para que la cuadra se enterar de que ya había llegado y que exigía su cena. Llevaba desaparecido más de dos meses. Era lógico pensar lo peor.
El humano y la humana pequeña llevaron el cuerpo del gato a un veterinario. Y justo ahí en una jaula estabas tú con tu hermanita, un par de bolas peludas, pequeñísimas, casi recién nacidas.
Los humanos me llamaron para contarme que tenían ahí un par de gatitas que habían encontrado en la basura y que su madre había fallecido. Trataron persistente e inteligentemente de convencerme de que si ya alimentábamos un gato extra (eran cuatro en total y ahora solo quedaban tres) podíamos alimentar otro.
Así pues, fui con ellos a ver.
"Solo voy a mirar, no les aseguro nada", saben que no se puede tomar una decisión así si no estamos de acuerdo los tres.
Vi a tu hermana y se me hizo lindísima, pero cuando te vi hubo una conexión maravillosa. Tu personalidad me atrapó y creo que desde ese momento decidiste que seríamos tus humanos mientras estuvieras en esta tierra. Te escondías en el enorme arenero para luego saltar sobre el lomo de tu hermana y espantarla, le mordías las orejas, la cola y corrías a esconderte de nuevo, mientras tu hermana aguantaba todo.
"Esta, esta nos llevamos". Hubiéramos querido adoptar a tu hermana también, quien parecía una pequeña y adorable sombra, pero ya era demasiado. Teníamos tres gatos en casa y hubiera sido una locura. Solo espero que haya tenido la oportunidad de tener unos humanos buenos que la amaran mucho.
Por cierto, que una semana después de adoptarte, el gato callejero apareció. ¡No había muerto! Ese cuerpo era de otro gato, un fake con los mismos lunares que Cacahuate (sí, así se llamaba). Y entonces comenzó la ardua tarea de cuidar de cuatro gatos y medio... el medio era por él, por que nunca lo metimos a la casa.
Tu vida en casa, sin embargo, no comenzó con la pata derecha. Y es que Scully te alucinó desde el primer momento en que te vio, como buena gata alfa decidió que no te aceptaría, hizo pues que su hija Emily tampoco estableciera una amistad contigo. Entonces dividieron los territorios. A ellas les correspondía el reino de arriba y a ti el de abajo. Y el único rey y señor de toda la casa era Mulder, quien siempre fue tu amigo, pero que no se metía en los problemas ajenos.
Eras tan pequeña que cabías en una mano. Adorabas subirte en mis libros y cuadernos del escritorio con tal de estar ahí, acompañándome desde entonces.
A veces te nos trepabas en los hombros y hasta te quedabas dormida ahí, imposibilitando cualquier movimiento rápido de nuestra parte.
Poco a poco se fue extinguiendo el mal aroma que tu intestino grueso despedía de tantos parásitos y basura que habías comido. También logramos comprender que no tenía caso bañarte tanto, que tu color era así: amarillento con toques de gris en la base, lo cual hacía parecer como mugre. Tus pulgas desaparecieron (años después reaparecieron, llenando de pulgas a los otros tres y poniendo nuestro mundo de cabeza).
Creciste estresada gracias a los malos tratos de las doñitas felinas de la casa, que te buleaban todo el tiempo. Orinabas todo y vivías enojada y atemorizada. Llegamos a pensar seriamente en darte en adopción con otra persona, sin embargo, esa persona nos dio largas y nunca apareció en la puerta, lo cual agradecí unas semanas después, porque descubrimos que todo se arreglaba con darte tus propios juguetes, mas espacio, mucho mas amor y comprensión y cero castigos. Tu agresividad disminuyó drásticamente y poco a poco comenzaron a respetar espacios mutuamente. Tanto así que cuando Emily comenzaba la recta final de su vida, se llevaron bien. ¡Hasta dormían juntas!
Luego Scully partió también y entonces sí, te adueñaste de la casa.
Comenzó entonces lo mejor de nuestra relación. Una relación que día a día se hizo muy fuerte. Parecías adivinar mis pensamientos, los motivos de cada uno de mis movimientos.
Me seguías a todas partes, maullándome todo el tiempo y con tu caminar tan tú, como si dieras pequeños brincos de felicidad, como el andante en una pieza musical.
Esperabas con disciplina tu comida, tu agua fresca, tu arenero limpio y el momento del cepillado. Cuando yo salía de casa, esperabas pacientemente cerca de la puerta, recostada en un sillón. Dicen los humanos que sabías desde minutos antes cuando yo estaba por llegar, porque te incorporabas y mirabas ansiosamente hacia la puerta. Minutos después llegaba yo y me recibías felizmente, esa felicidad que muchos dicen que "solo tienen los perros". ¡Ja! Tanto Mulder como tú rompieron tantos esquemas y paradigmas acerca de los gatos. Incluso parecían entrenados, adoraban las galletitas de premios y hacían muchas cosas divertidas. Eso sí, solían ser obstinados y tercos, hasta parecía que se ponían de acuerdo y no dudaban en pasar encima de nuestro teclado o cosas de trabajo, con tal de llamar nuestra atención.
Siempre te mantenías activa, corriendo de un lado a otro, disfrutabas tu ratón verde de felpa. Eras tan buena cazadora que de pequeña cazaste (no sé cómo) un colibrí. Adorabas jugar con los zapatos, con el tapete del baño y con las cobijas de la cama, no me dejabas tenderla. Te gustaba mucho que te tomara fotos, por eso tengo tantas entre mis archivos. Y en cada una se puede apreciar bien tu estado de ánimo. Dicen que los gatos no son expresivos. ¡Pero qué cosa tan falsa! Ustedes eran cúmulos llenos de emociones, de amor y cariño que nunca se agotaban. Agradecidos, leales, comprensivos, empáticos.
Y tú, en particular, siempre tuviste hacia mi un trato muy especial. Me despertabas todas las mañanas lamiéndome la cara con tu lengua rasposa. Dormías a mi lado izquierdo, sobre mi brazo, lo cual hacía que durmiéramos abrazadas. Cuando no podías subir porque las otras te lo prohibían, esperabas el momento en que yo bajara para recibirme alegremente. En tus ojos se veía el anhelo de que me sentara en los sillones de la sala, porque así era el único modo en que podías adueñarte de mi sin que ellas pudieran tomar el control.
Guardo en esa "caja de la memoria" muchas cosas, entre ellas ese ronroneo que me acompañó en cada momento difícil y en cada momento de felicidad. Ese ronroneo que me acompañará toda la vida, porque aunque tu cuerpo ya no esté, todo lo que tu representas para mi, permanecerá.
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El fugaz relato de una despedida
Short StoryCuando ellos se van parece poca cosa, pero no lo es. Siempre queda algo así como un vacío, que poco a poco se va convirtiendo en un mar de aprendizajes y recuerdos.