Prólogo

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Durante los tres siglos y cuarto desde la elección de Hugo Capeto hasta la muerte de Felipe el Hermoso, solamente once reyes ciñeron la corona de Francia, y todos ellos dejaron un heredero a quien legarla.
¡Prodigiosa dinastía, ésta de los Capetos! Parecía que el destino la había marcado con el signo de la duración. De los once reinados, solamente dos habían durado menos de quince años.
Esta extraordinaria continuidad en el ejercicio del poder había contribuido, a pesar de la mediocridad de algunos reyes, a la formación de la unidad nacional.
El ligamiento feudal, puramente personal de vasallo a señor, de más débil a más fuerte, quedaba sustituido progresivamente por este otro ligamiento, este otro contrato que une los miembros de una amplia comunidad humana sometida durante largo tiempo a las mismas vicisitudes y a la misma ley. Aunque la idea de nación no era todavía evidente, su principio, su representación, existía ya en la persona real, fuente permanente de autoridad. Quien pensaba en «el rey» pensaba también en «Francia».
Volviendo a los objetivos y métodos de Luis VI y de Felipe Augusto, sus más notables antepasados, Felipe el Hermoso se había dedicado, durante casi treinta años, a construir esta unidad; pero los cimientos estaban tiernos todavía.
Ahora bien, apenas desapareció el Rey de Hierro, su hijo Luis X lo seguía a la tumba. El pueblo no dejó de ver en estas dos muertes tan inmediatas un signo de fatalidad.
El duodécimo rey había reinado dieciocho meses, seis días diez horas, justo el tiempo suficiente para que este mezquino monarca pudiera destruir en gran parte la obra de su padre.
Durante su paso por el trono, Luis X se hizo notar principalmente por haber hecho asesinar a su primera mujer, Margarita de Borgoña, haber enviado a la horca al ministro principal de Felipe el Hermoso, Enguerrando de Marigny, y ver hundido a todo un ejército en los barrizales de Flandes. Mientras el pueblo era diezmado por el hambre, se sublevaban dos provincias, por instigación de los barones. La alta nobleza se sobreponía al poder real, la reacción era todopoderosa y el Tesoro estaba exhausto.
Luis X había subido al trono cuando el mundo se hallaba sin papa, y lo dejaba sin que existiera ningún acuerdo sobre su elección. Y ahora Francia se veía sin rey. Porque de su primer matrimonio Luis X sólo dejaba una hija de cinco años, Juana de Navarra, a la que muchos consideraban bastarda. En cuanto al fruto de su segundo matrimonio, no era por entonces más que una débil esperanza: la reina Clemencia estaba encinta, pero tardaría aún cinco meses en dar a luz.
Por último, se decía abiertamente que el Turbulento había sido envenenado. En tales condiciones, ¿quién sería el decimotercer rey?
Nada estaba previsto sobre la regencia. En París, el conde de Valois intentaba hacerse proclamar regente. En Dijon, el duque de Borgoña, hermano de la reina estrangulada y jefe de una poderosa liga de barones, no dejaría de ponerse a defender los derechos de su sobrina, Juana de Navarra. En Lyon, el conde de Poitiers, primer hermano del Turbulento, estaba ocupado en desbaratar las intrigas de los cardenales y se esforzaba vanamente en obtener del cónclave una ecisión. Los flamencos sólo esperaban una ocasión para tomar de nuevo las armas, y los señores del Artois continuaban su guerra civil.
¿Se necesitaba algo más para traer a la memoria popular el anatema lanzado por el Gran Maestre de los Templarios, dos años antes, desde lo alto de la hoguera? En una época propicia a la credulidad, el pueblo de Francia podía fácilmente preguntarse, aquella primera semana de junio de 1316, si el linaje capetino no estaría señalado para siempre por la maldición.

Los reyes malditos IV - La ley de los varonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora