III

55 2 0
                                    

Las deudas del crimen.

El regente Felipe tenía empeño en asistir a la consagración del papa, a fin de erigirse así en
protector de la cristiandad.
-La elección de Duéze me ha costado esfuerzos y preocupaciones -decía-, justo es que ahora me ayude a conseguir mi gobierno. Quiero estar en Lyon para su coronación.
Pero las noticias del Artois no dejaban de ser inquietantes. Roberto había tomado sin
dificultad Arrás, Avesnes, Ihérouanne, y seguía la conquista del país. Carlos de Valois lo apoyaba bajo mano en París.
Fiel a su táctica habitual de asedio, el regente dedicó su atención a las regiones limítrofes del Artois, con el fin de evitar la extensión de la revuelta. Escribió a los barones de Picardía
recordándoles los lazos de fidelidad que los ataban a la corona de Francia, haciéndoles saber cortésmente que no toleraría que faltaran a su deber; y envió a los prebostazgos un buen contingente de tropas y soldados para vigilar la comarca. A los flamencos, que aún se burlaban, al cabo de un año, de la desgraciada expedición del Turbulento, que había terminado con su ejército hundido en el barro, Felipe les propuso un nuevo tratado de paz en condiciones muy ventajosas para ellos.
-En el atolladero en que estamos es necesario perder algo para salvar lo más importante -
explicó el regente a sus consejeros.
El conde de Flandes, aunque su yerno, Juan de Fiennes, era uno de los primeros
lugartenientes de Roberto, dándose cuenta de que nunca tendría mejor ocasión de tratar, aceptó las conversaciones y permaneció neutral en los asuntos del condado vecino.
De este modo, Felipe cerró prácticamente las puertas del Artois. Entonces, envió a Gaucher
de Châtillon a negociar directamente con los jefes de los revoltosos y darles seguridades sobre las buenas intenciones de la condesa Mahaut.
-Entendedme bien, Gaucher: no debéis tratar con Roberto -le recomendó al condestable-,
porque eso supondría reconocerle los derechos que reclama. Seguimos considerándolo al margen del asunto del Artois. Vais sólo a arreglar el conflicto que enfrenta a la condesa con sus vasallos, y en el que Roberto, a nuestros ojos, nada tiene que ver.
-¿Es verdad, monseñor -preguntó el condestable-, que deseáis hacer triunfar en todo a vuestra suegra?
-De ningún modo, Gaucher, si ha abusado de sus derechos, como creo. La señora Mahaut
es muy imperiosa, y juzga que todos han nacido expresamente para servirla, hasta con el último ochavo de su bolsa y la última gota de sudor. Yo quiero la paz -prosiguió el regente-, y para esto es necesario que se haga justicia a todos. Sabemos que la burguesía de las ciudades permanece adicta a la condesa, porque los burgueses están siempre en disputa con la nobleza, mientras que ésta ha abrazado la causa de Roberto con el fin de apoyar sus quejas. Ved, pues, si estas quejas son fundadas y procurad satisfacerlas sin que ello atente a las prerrogativas de la corona; esforzaos, por lo tanto, en separar a los barones de nuestro turbulento primo, haciéndoles ver que con la justicia pueden obtener de nosotros más que de él con la violencia.
-Sois un buen negociador, monseñor; verdaderamente sois un buen negociador -dijo el condestable-. No creía que a mi edad me sería dado servir con tanto agrado a un príncipe tan prudente, que sólo tiene la tercera parte de mis años.
El regente al propio tiempo rogó al papa, por mediación del conde de Forez, que retrasara un poco su coronación. Juan XXII, aunque tenía legítima prisa por ver confirmada su elección por la consagración, aceptó muy complacido un retraso de dos semanas.
Pero al cabo de estas dos semanas, los asuntos del Artois estaban bien lejos de la solución; y el acuerdo con los flamencos no pudiéndose ratificar antes del 1.0 de septiembre, Felipe solicitó, esta vez por medio del delfín del Viennois, un nuevo retraso de la ceremonia. Juan XXII, ante la sorpresa del regente se mostró repentinamente muy firme y casi brutal, y fijó irrevocablemente el 5 de septiembre para su coronación.
Fijaba esta fecha por imperiosas razones que guardaba secretas y que, por otra parte,
sobrepasaban a la comprensión de la mayoría. En efecto, fue el 5 de septiembre del año 1300
cuando fue consagrado obispo de Fréjus; en la primera semana de septiembre de 1309, fue
coronado su protector el rey de Nápoles; y la falsificación de una carta con los sellos reales, que le había permitido obtener la sede episcopal de Avignon, surtió efecto precisamente el 4 de septiembre
de 1310.
El nuevo Papa estaba en buenas relaciones con los astros, y sabía servirse de los pasos del sol para combinar las etapas de su ascensión.
«Si monseñor el regente de Francia y Navarra, a quien tanto queremos -hizo responder-, se
ve imposibilitado por los deberes del reino a estar a nuestro lado en este día solemne, lo
lamentaremos mucho, pero entonces, para no obligarle a hacer un largo viaje, iremos a la ciudad de Aviñón a recibir la tiara.»
Felipe de Poitiers firmó el tratado con los flamencos la mañana del 1.0 de septiembre. La madrugada del 5 llegaba a Lyon acompañado de los condes de Valois y de La Marche, a quienes no había querido dejar solos en París fuera de su vigilancia, así como de Luis de Evreux.
-Nos habéis hecho cabalgar como un correo, sobrino mío -le dijo Valois echando pie a tierra.
Apenas tuvieron tiempo para ponerse las galas especialmente preparadas para la
ceremonia, galas que había ordenado confeccionar el tesorero Geoffroy de Fleury. El regente llevaba un vestido abierto de tela de flor de durazno, forrado con doscientas veintiséis pieles de marta cebellina. Carlos de Valois, Luis de Evreux, Carlos de La Marche así como Felipe de Valois, que también asistía a la fiesta, habían recibido cada uno, como regalo, un vestido de camocán forrado de manera semejante.
En Lyon, completamente empavesado, se apiñaba una inmensa muchedumbre para admirar el desfile.
Juan XXII llegó a caballo a la primacial de San Juan, precedido por el regente de Francia.
Todas las campanas de la ciudad fueron echadas al vuelo. Las riendas de la montura pontificia eran llevadas una por el conde de Evreux, y la otra por el conde de La Marche. La monarquía francesa enmarcaba estrechamente al papado. Seguían los cardenales, con capa pluvial roja y capelo rojo sujeto con cintas bajo la barbilla. Las mitras de los obispos brillaban al sol.
El cardenal Orsini, descendiente del patriciado romano, colocó la tiara en la cabeza de
Jacobo Duèze, hijo de un burgués de Cahors.
Guccio admiraba a su dueño desde su privilegiado puesto en la catedral. El pequeño anciano de barbilla delgada y hombros estrechos, al que cuatro semanas antes se le creía moribundo, soportaba sin dificultad los pesados atributos pontificales con que se le cargaba. Los ritos faraónicos de la interminable ceremonia, que lo colocaban por encima de sus semejantes y hacían de él un símbolo de la divinidad, actuaban en su persona sin que él se diera cuenta, marcando en sus rasgos una majestad imprevisible, impresionante, y más evidente a medida que se desarrollaba la liturgia. Cuando le calzaron las sandalias pontificias, no pudo menos de sonreír ligeramente.
«¡Scarpinelli! Me llamaban Scarpinelli... el cardenal de los escarpines -pensó-. Me hacían
pasar por hijo de un zapatero. ¡Ahora llevo los escarpines, Señor! Me habéis puesto tan alto que no puedo desear nada más. Sólo quiero gobernar bien vuestra Iglesia.»
Este hombre ambicioso, ahora que veía satisfechas todas sus ambiciones, este intrigante, que había tenido éxito en todas sus maniobras, se encontraba propenso a la perfección en la suprema magistratura.
El mismo día, el regente confirió cartas de nobleza a su hermano, Pedro Duèze. La familia del papa, según costumbre, se convertía en noble. Pero el acta de ennoblecimiento que dictó el mismo Felipe de Poitiers, si bien estaba destinada a honrar al Padre Santo a través de su hermano, testimoniaba también la actitud y el pensamiento, muy poco tradicional, del joven príncipe en cuanto al derecho a la nobleza. No son los bienes de familia -había escrito- ni la riqueza de hecho, ni las demás ventajas de la fortuna, los que tienen algún título en el concierto de las cualidades morales y de las acciones meritorias; ésas son cosas que el azar concede tanto a los que las merecen como a los que no, que llegan tanto a los dignos como a los indignos... Por lo contrario, cada uno es hijo de sus obras y de sus propios méritos; y no tiene ninguna importancia de dónde podamos venir, ni de quién procedemos...
Valois temblaba de irritación al oír tales declaraciones que juzgaba subversivas y
escandalosas.
Pero el regente no había hecho tan largo camino ni había dado al nuevo papa tales muestras de estima para no obtener nada a cambio. Entre aquellos dos hombres a los que separaba medio siglo... -«Vos sois el alba, monseñor, y yo soy el atardecer», solía decir Duèze a Felipe...- existía cierta afinidad y una sutil armonía. Juan XXII no olvidaba las promesas de Juan Duèze; ni el regente las del conde de Poitiers. En cuanto el regente le habló de los beneficios eclesiásticos, cuya primera anualidad debía ir a parar al Tesoro, el nuevo papa hizo traer los documentos preparados para la firma. Pero antes de que se pusieran los sellos, Felipe tuvo una conversación particular con Carlos de Valois.
-¿Tenéis alguna queja de mí, tío mío? -preguntó.
-Absolutamente ninguna, sobrino mío -contestó el ex-emperador de Constantinopla.
¡Era el momento de poder decir que la única queja que tenía contra él era su existencia!
-Entonces, tío mio, si no tenéis ninguna queja de mí, ¿por qué me servís mal? Cuando me
entregasteis las llaves del Tesoro, os aseguré que no se os pedirían cuentas, y he mantenido mi palabra. Pero vos, aun cuando me jurasteis homenaje y fidelidad, no cumplís vuestro juramento, ya que apoyáis la causa de Roberto de Artois.
Valois hizo un gesto de negación.
-Calculáis mal, tío mío -prosiguió Felipe-, porque Roberto va a seros muy costoso. No tiene dinero, sus únicos ingresos son los impuestos que le proporciona el Tesoro, y acabo de cortárselos. Va, pues, a solicitaros subsidios. ¿Dónde los hallaréis, ya que no disponéis de las finanzas del reino? Vamos, no os exacerbéis, no os encolericéis, ni digáis palabras gruesas que luego lamentaríais, porque yo sólo deseo vuestro bien. Dadme seguridades de que no ayudaréis más a Roberto, y yo, por mi parte, pediré al Padre Santo que las anatas de Valois y del Maine pasen directamente a vos y no al Tesoro.
El conde de Valois se veía desgarrado entre el odio y la codicia.
-¿A cuánto ascienden esas anatas? -preguntó.
-De diez mil a doce mil libras, tío mío, porque hay que añadir los beneficios que no fueron
percibidos en los últimos tiempos de mi padre y durante todo el reinado de Luis.
Para Valois, siempre endeudado, esas diez o doce mil libras, que había de recibir aquel año,
le llegaban milagrosamente.
-Sois un buen sobrino que comprende mis necesidades -respondió-. Voy a hablar a Roberto para que se reconcilie con vos, e indicarle que, si no consiente, le quitaré mi apoyo.
Felipe hizo el viaje de regreso en pequeñas etapas, solventando de pasada diferentes
asuntos, e hizo una última parada en Vincennes, para llevar a Clemencia la bendición del nuevo papa.
-Me siento feliz -dijo la reina- de que nuestro amigo Duèze haya tomado el nombre de Juan,
ya que es el mismo que he elegido para mi hijo, por un voto que hice, durante una tempestad, en la nave que me trajo a Francia.
Parecía estar alejada de los problemas del poder e interesada únicamente en sus recuerdos conyugales o en las preocupaciones de la maternidad. La estancia en Vincennes beneficiaba a su salud; tenía buen semblante y disfrutaba, en la gordura del séptimo mes, del respiro que a veces se da al final de los embarazos difíciles.
-Juan no es nombre para un rey de Francia -dijo el regente-. Nunca hemos tenido un Juan.
-Ya os he dicho, hermano mío, que hice esta promesa.
-Entonces, la respetaremos..., si tenéis un varón, se llamará Juan I...
En el palacio de la Cité, Felipe encontró a su mujer completamente feliz, meciendo al
pequeño Luis Felipe, que gritaba con toda la fuerza de sus ocho semanas.
Pero la condesa Mahaut, apenas tuvo conocimiento del regreso de su yerno, llegó al palacio de Artois con las mangas arremangadas, encendidas las mejillas y hecha una verdadera furia.
-¡Ah! ¡En cuanto vos os vais, hijo mio, todos me traicionan! ¿ Sabéis qué está haciendo en el
Artois vuestro bribón Gaucher?
-Gaucher es condestable, madre mía, y hace poco no lo considerabais bribón. ¿Qué os ha
hecho, pues?
-¡Me ha culpado de todo! -gritó Mahaut-. ¡Me ha condenado en todo! Vuestros enviados se
entienden, como compadres de feria, con mis vasallos; han declarado que yo no volvería a poner los pies en el Artois... fijaos bien... ¡ami, Mahaut, prohibirme entrar en mi condado! ... si no firmo antes aquella maldita paz que en diciembre pasado negué a Luis. Quieren además que restituya no sé qué impuesto que, según ellos, he percibido indebidamente.
-Todo eso me parece justo. Mis enviados han seguido fielmente mis órdenes -respondió con
calma Felipe.
La sorpresa dejó a Mahaut paralizada un instante, con la boca abierta y los ojos
despavoridos. Luego se recuperó, y gritó más fuerte:
-¡Justo saquear mis castillos, ahorcar a mi gente y arrasar mis cosechas! Entonces,
¿vuestras órdenes son apoyar a mis enemigos? ¡Vuestras órdenes! ¡Bonita manera de pagarme todo lo que he hecho por vos!
En su frente se hinchaba una gruesa vena violeta.
-No veo, madre mía, aparte de haberme dado a vuestra hija, que hayáis hecho tanto por mi
como para que deba perjudicar a mis súbditos y comprometer en provecho vuestro la paz del reino.
Mahaut vaciló un momento entre la prudencia y el furor. Pero la palabra «mis súbditos»
empleada por su yerno, que era palabra de rey, la picó como un aguijón; y el secreto, que guardaba tan sabiamente desde hacía diez semanas, fue roto por un acceso de cólera.
-¿Y haber matado a tu hermano -dijo, avanzando hacia él- no significa nada?
Felipe no se sobresaltó, ni dejó escapar ninguna exclamación; su reacción fue ir a cerrar las puertas. Corrió los cerrojos, sacó las llaves y se las puso en la cintura. No le gustaba pelear más que sobre terreno firme. Mahaut se sobrecogió de espanto, y más aún cuando vio el rostro de Felipe al acercarse a ella.
-¡Entonces fuisteis vos -dijo a media voz-, y es verdad lo que se murmura en el reino!
Mahaut, según su costumbre, le hizo frente atacando:
-¿Y quién queríais que fuera, yerno mío? ¿A quién, pues, creéis deber la gracia de ser
regente y de poder, tal vez un día, ceñiros la corona? ¡Vamos! No os hagáis el inocente. Vuestro hermano me confiscó el Artois; Valois lo incitaba contra mí, y vos, vos estabais en Lyon buscando un papa... siempre ese papa que se presenta en mis asuntos como marzo en cuaresma. ¡No os hagáis el bendito y digáis que me lo reprobáis! Vos no sentíais afecto por Luis, y os satisfizo que yo os proporcionara su puesto, preparándole algunas almendras garrapiñadas, y sin ningún peso para vuestra conciencia. ¡Pero no esperaba que fuerais para mi peor que él!
Felipe se había sentado, había cruzado sus largas manos y reflexionaba.
«Un día u otro había de llegar esto -pensaba Mahaut-. En cierto modo, tal vez haya sido
mejor; ahora lo tengo en mis manos.»
-¿Lo sabe ¿Juana? -preguntó de pronto Felipe.
-Ella no sabe nada, no son asuntos de mujeres.
-¿Quién lo sabe, aparte de vos?
-Beatriz, mi primera doncella.
-Ya es demasiado -dijo Felipe.
-¡Ah, no le hagáis nada! -exclamó Mahaut-. Su familia es poderosa.
-¡Cierto, una familia que ha hecho que os odien en el Artois! ¿Y además de esa Beatriz?
¿Quién os ha proporcionado... el preparado, como vos decís?
-Una maga de Arrás a la que nunca he visto, pero a quien Beatriz conoce. Fingí querer
acabar con los ciervos que infestaban mi parque. Además, tuve la precaución de matar a muchos de ellos.
-Habría que encontrar a esa mujer... -dijo Felipe.
-¿Comprendéis ahora -prosiguió Mahaut- que no me podéis abandonar? Porque si ven que
dejáis de apoyarme, mis enemigos se envalentonarán, redoblarán las calumnias...
-Maledicencias, madre mía, no calumnias -rectificó Felipe.
-...y si me acusan de lo que sabéis, la culpa recaerá sobre vos, porque dirán que lo he hecho en provecho vuestro, lo cual es cierto; y muchos pensarán que por orden vuestra.
-Lo sé, madre mía, lo sé; ya he pensado en todo eso.
-Pensad también, Felipe, que he arriesgado la salvación de mi alma en esa empresa. No
seáis ingrato.
Felipe dibujó una breve sonrisa, seguida de un estallido de cólera igualmente breve.
-¡Ah, esto ya es demasiado, madre mía! ¡Pronto me pediréis que os bese los pies por haber envenenado a mi hermano! ¡ Si hubiera sabido que la regencia era a costa de esto, ciertamente, jamás la hubiera aceptado! Repruebo el asesinato; nunca es necesario matar para alcanzar los fines; es un método de mala política, y os ordeno no volver a usarlo, mientras sea vuestro soberano.
Por un momento estuvo tentado de hacer justicia. Reunir el Consejo de los pares, denunciar el crimen, pedir el castigo... Mahaut, que lo adivinó agitado por estos pensamientos, pasó instantes penosos. Pero Felipe nunca se dejaba llevar por sus impulsos, aunque fueran honrados. Actuar como había imaginado era desacreditar a su mujer y desacreditarse él mismo. ¿Y qué acusaciones no lanzaría Mahaut para defenderse o para perder con ella a quien no la defendiera? Forzosamente se plantearía de nuevo el problema del reglamento de la regencia. Felipe había hecho mucho ya por el reino, y había soñado demasiado en lo que iba a hacer, para correr el riesgo de verse privado del poder. Pensándolo bien, su hermano Luis había sido un mal rey y, además, un asesino... tal vez era voluntad de la Providencia castigar al asesino con el asesinato, y poner a Francia en mejores manos.
-Dios os juzgará, madre mía, Dios os juzgará -dijo-. Solamente quisiera evitar que las llamas
del infierno comenzaran, por culpa vuestra, a lamernos a todos en esta vida. Tengo, pues, que pagar las deudas de vuestro crimen, y como no puedo meteros en prisión, me veo obligado, efectivamente, a apoyaros... Vuestra maquinación estaba bien urdida. Messire Gaucher recibirá pasado mañana otras instrucciones. No os oculto que me duele obrar así.
Mahaut quiso abrazarlo. El la rechazó.
-Pero enteraos bien -prosiguió Felipe-: de ahora en adelante mis platos serán probados tres veces, y al primer dolor de estómago que sienta, vuestras horas de vida estarán contadas. Rogad, pues, por mi salud.
Mahaut bajó la cabeza.
-Os serviré tanto, hijo mío -dijo- que acabaréis por concederme vuestro afecto.

Los reyes malditos IV - La ley de los varonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora