V

51 3 0
                                    

El ejército del regente hace un prisionero.

Se pudrían los parduzcos rastrojos sobre los campos arcillosos y desnudos. Grandes nubes oscuras cruzaban el cielo de otoño y parecía que el mundo terminaba allá, al final de la llanura. El viento seco, soplando en breves ráfagas, tenía un resabio a humo.
Antes del pueblo de Bouquemaison, en el mismo lugar por donde tres meses antes había entrado el conde Roberto en el Artois, se desplegó el ejército del regente en orden de batalla, y los pendones temblaban en la punta de las lanzas sobre una extensión de casi media legua.
Felipe de Poitiers, rodeado de sus principales oficiales, se encontraba en el centro a algunos pasos del camino. Había cruzado las manos enguantadas de hierro sobre el pomo de su silla. Estaba con la cabeza descubierta, y detrás de él, un escudero portaba su yelmo.
-¿Es aquí donde te ha dicho que vendría a entregarse? -preguntó el regente a Roberto de
Gamaches, que había regresado por la mañana de su misión.
-Aquí mismo, monseñor -respondió el segundo chambelán-. El ha elegido el lugar... «En el
campo que está junto al mojón de la cruz...», me ha dicho. Y me ha asegurado que estaría a la hora tercia.
-¿Y estás seguro de que no hay otros mojones con cruz en los alrededores? Porque es
capaz de hacernos una mala pasada, de presentarse en otra parte y hacer atestiguar que yo no estaba... ¿Crees verdaderamente que vendrá?
-Lo creo, monseñor, porque me ha parecido muy derrotado. Le he enumerado vuestro
ejército, y le he hecho ver también que monseñor el condestable ocupaba los límites de Flandes y las ciudades del norte, y que sería atrapado como entre tenazas, sin poder huir siquiera por las junturas. Por último, le he entregado la carta de monseñor de Valois en que le aconseja rendirse sin lucha, porque forzosamente sería derrotado, y le dice que vos estáis tan irritado con él, que corre el peligro, si lo hacéis prisionero, de que le cortéis la cabeza.
El regente inclinó ligeramente su largo busto sobre el cuello del caballo. Decididamente, no
le gustaba llevar los vestidos de guerra, cuyas veinte libras de hierro le pesaban sobre los hombros y le impedían estirarse.
-Entonces se ha retirado con sus barones -prosiguió Gamaches- y no sé con certeza lo que han hablado. Pero he comprendido que algunos se rebelaban mientras otros le suplicaban que no los abandonase. Por último, se ha reunido conmigo y me ha contestado lo que os he dicho, asegurándome que tenía demasiado respeto al regente para desobedecerlo en nada.
Felipe de Poitiers seguía incrédulo. Aquella sumisión tan fácil le inquietaba y le hacía temer una trampa. Entornando los ojos contemplaba el triste paisaje.
-El lugar es bastante propicio para rodearnos y atacarnos por la espalda mientras
permanecemos aquí esperando. ¡ Corbeil! ¡Beaumont! -dijo dirigiéndose a sus dos mariscales-. Enviad unos cuantos mesnaderos de descubierta por las dos alas. Que vigilen los valles y se aseguren de que no hay tropa emboscada, ni en camino sobre nuestra ruta de retaguardia. Y si, sonada la tercia en el campanario que está detrás de nosotros, no se ha presentado Roberto -agregó dirigiéndose a Luis de Evreux-, nos pondremos en marcha.
Pero pronto se oyeron gritos en las filas de las mesnadas.
-¡Ahíviene! ¡Ahíviene!
De nuevo el regente entornó los párpados, pero no vio nada.
-Enfrente, monseñor -le dijeron-. Exactamente a la derecha del cuello de vuestra montura,
sobre la cresta.
Roberto de Artois llegaba sin compañía, sin escudero, sin un criado siquiera. Avanzaba al
paso, erguido sobre su inmenso caballo, y en su soledad parecía más grande aún de lo que era. Su alta silueta se destacaba rojiza sobre el atormentado cielo, y parecía que la punta de su lanza desgarraba las nubes.
-Presentarse de esa guisa es una manera de burlarse de vos, monseñor.
-Bien, ¡que se burle, que se burle! -respondió Felipe de Poitiers.
Los caballeros enviados en reconocimiento volvieron al galope, y aseguraron que los
alrededores estaban muy tranquilos.
-Lo creía más obstinado en su desesperanza -dijo el regente.
Cualquier otro, para hacer ostentación, se hubiera adelantado solo hacia aquel hombre,
igualmente solo. Pero Felipe de Poitiers tenía otro concepto de su dignidad y no era gesto de caballería lo que quería realizar, sino de rey. Esperó, pues, sin dar un paso, a que Roberto, lleno de polvo y de cólera se parara ante él.
El ejército entero contenía la respiración, y sólo se oía el ruido de los frenos en la boca de los caballos.
El gigante tiró la lanza al suelo; el regente la contempló extendida sobre el rastrojo, y
permaneció en silencio.
Roberto sacó de la silla el yelmo y la gran espada de dos manos, y los echó junto a la lanza.
El regente siguió callado; no había puesto la vista en Roberto; mantenía la mirada sobre las armas, como si aún esperara otra cosa.
Roberto de Artois se decidió a desmontar, dio dos pasos hacia adelante y, temblando de
rabia, puso por fin una rodilla en tierra y dirigió la mirada hacia el regente.
-Mi buen primo... -exclamó, abriendo los brazos.
Pero Felipe lo interrumpió:
-¿No tenéis hambre, primo mío? -le preguntó.
Y como el otro, que esperaba una gran escena con intercambio de nobles palabras, hacerlo
incorporar y abrazo caballeresco, quedara estupefacto, Felipe añadió:
-Entonces, montad de nuevo, y vayamos lo antes posible a Amiens, donde os dictaré mis
condiciones para la paz. Cabalgaréis a mi lado, y comeremos en ruta... ¡Héron! ¡Gamaches!
Recoged las armas de mi primo.
Roberto de Artois tardaba en montar y miraba a su alrededor.
-¿Qué buscáis? -dijo el regente.
-No busco nada, Felipe. Contemplo este campo para no olvidarlo -respondió el de Artois.
Y se llevó la mano al pecho, en el sitio donde, a través de la broigne, podía palpar el saquito
de terciopelo en el que había encerrado, como si fueran reliquias, las espigas, ahora podridas, que había recogido en aquel mismo lugar un día de verano. En sus labios se dibujó una sonrisa de
altivez.
Cuando empezó a trotar junto al regente, recobró su habitual seguridad.
-Habéis reunido un hermoso ejército, primo mio, para hacer sólo un prisionero -dijo con tono burlón.
-La capitulación de veinte mesnadas, primo mío -respondió Felipe en el mismo tono-, me
produciría hoy menos placer que vuestra compañía... Pero decidme qué os ha hecho entregaros tan rápidamente. Porque si bien os aventajo en número, sé que no es valor lo que os falta.
-He pensado que si nos enfrentábamos, íbamos a hacer sufrir a demasiados infelices.
-¡Qué sensible os habéis vuelto de repente! -dijo Felipe de Poitiers en un tono irónico-. No
han llegado hasta mí noticias de que hayáis dado estos últimos tiempos tales pruebas de caridad.
-Nuestro Padre Santo el nuevo papa se ha tomado el trabajo de escribirme para iluminarme.
-¡Y piadoso además! -exclamó el regente.
-Como su carta estaba redactada en términos similares a vuestros requerimientos, he
comprendido que no podía luchar a la vez contra el cielo y la tierra, y he resuelto mostrarme tan leal súbdito como buen cristiano.
-¡Caridad, piedad, lealtad! ¡Habéis cambiado mucho, primo mío!
Al mismo tiempo, Felipe, mirando de reojo la gran barbilla del gigante se decía: «Ríete, ríete. Dentro de poco no gallearás tanto, cuando sepas la paz que voy a imponerte.»
Sin embargo, ante el consejo reunido en Amiens en cuanto llegaron, Roberto mantuvo la misma actitud. Aceptó todo lo que le pedían, sin rebelarse, sin discutir, parecía incluso que no escuchaba el pacto que le leían.
Se comprometía a devolver «todo castillo, fortaleza, señorío, y todo cuanto había arrebatado u ocupado». Garantizaba la restitución de todas las plazas tomadas por sus partidarios. Concertaba con Mahaut una tregua hasta· las próximas Pascuas; para entonces, la condesa habría hecho saber su voluntad, y el Consejo de los pares se pronunciaría sobre los derechos de las dos partes. El regente, mientras tanto, gobernaría directamente el Artois, y situaría allí los guardianes, oficiales y alcaides que quisiera. Por último, hasta a decisión de los pares, los impuestos del condado serían percibidos por el conde de Evreux... y por el conde de Valois.
Al oír esta última cláusula, comprendió Roberto a qué precio se había comprado la defección de su principal aliado.
Pero ni aun con esto se inmutó, y lo firmó todo.
Esta excesiva sumisión comenzaba a inquietar al regente. «¿Qué golpe escondido tendrá
preparado?» se decía Felipe.
Como tenía prisa por volver a París para el parto de la reina, encargó a sus dos mariscales, con una parte de las tropas a sueldo, ir a relevar en el Artois al condestable y vigilar sobre el terreno el cumplimiento de lo tratado. Roberto asistió, sonriente, a la partida de los mariscales.
Su cálculo era sencillo. Rindiéndose solo, evitaba la destrucción de sus tropas. Fiennes,
Souastre, Picquigny y los demás continuarían su pequeña guerra de acoso y desgaste. El regente no podría poner en pie todas las quincenas semejante expedición, ya que el Tesoro no lo resistiría. Roberto tenía, pues, ante sí varios meses de tranquilidad. Por el momento prefería volver a París, y encontraba muy oportuna la ocasión. Porque bien podía ocurrir que dentro de poco no hubiera ni regente ni Máhaut.
En efecto -y éste era el verdadero motivo de su sonrisa-, Roberto había logrado hallar a la
señora de Fériennes, la que había proporcionado el veneno a la condesa de Artois. La encontró haciendo seguir a dos espías del regente, que también la buscaban. Isabel de Fériennes y su hijo fueron apresados cuando vendían el material necesario para un hechizo. Los hombres de Roberto suprimieron a los espías del regente, y ahora la maga, después de haber hecho una bonita y completa confesión, estaba a buen recaudo, en un castillo del Artois.
«Vas a poner buena cara, primo mío -se decía mirando a Felipe-, cuando ordene a Juan de
Varennes traer a esa mujer y la presente ante el Consejo de los pares para que confiese cómo tu suegra asesinó, por cuenta tuya, a tu hermano. Y ni tu querido papa podrá hacer nada.»
El regente mantuvo a su lado a Roberto durante todo el viaje; en las paradas comían en la misma mesa; por las noches, en los monasterios o castillos reales, dormían puerta con puerta, y los numerosos servidores del regente vigilaban estrechamente a Roberto. Pero de beber, comer y dormir junto a un enemigo, nadie puede evitar ciertos sentimientos de hermandad respecto a él; los dos primos no habían tenido nunca semejante intimidad. El regente no parecía sentir por Roberto particular rencor por las fatigas y gastos que le había ocasionado. Incluso parecía divertirse con las groseras chanzas del gigante y con su aire de falsa franqueza.
«¡Un poco más, y terminará por quererme, el muy bribón! -se decía Roberto-. ¡Cómo se
traga el anzuelo!»
La mañana del 11 de noviembre, cuando llegaron a las puertas de París, Felipe detuvo de repente su caballo.
-Mi buen primo, el otro día en Amiens salisteis fiador de la entrega a mis mariscales de todos
los castillos. Ahora bien, me entero con pesar de que algunos de vuestros amigos no cumplen el tratado y se niegan a rendir las plazas.
Sonriendo, levantó Roberto las manos con gesto de impotencia.
-Vos salisteis fiador -repitió Felipe.
-Sí, primo mío, firmé lo que vos deseasteis. Pero, como me habéis quitado todo poder, son vuestros mariscales los que han de obligarles a obedecer.
El regente acarició pensativamente el cuello de su noble caballo.
-¿Es verdad, Roberto -dijo-, que me habéis inventado el sobrenombre de Puertas Cerradas?
-Es verdad, primo mío, es verdad -dijo el otro, riendo-. Porque usáis mucho de las puertas
para gobernar.
-Pues bien, primo mío -dijo el regente-, vais a alojaros en la prisión del Châtelet, y
permaneceréis allí, a puertas cerradas, hasta que sea entregado el último Castillo del Artois.
Roberto, por primera vez desde su rendición, empalideció ligeramente. Todo su plan se
venía abajo, y la señora de Fériennes no le podría servir con tanta presteza.

Los reyes malditos IV - La ley de los varonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora