III

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La astucia de Bouville.

-¡Prended fuego a la leña! -ordenó Bouville a los criados-. Encended las chimeneas, a
reventar, para que se extienda el calor por los corredores.
Iba de habitación en habitación, paralizando al servicio al pretender activarlo. Corría al
puente levadizo a inspeccionar la guardia, mandaba echar arena en los patios, luego la hacía barrer porque se formaba barro, inspeccionaba las cerraduras. Toda aquella agitación sólo iba destinada a engañar su propia angustia. «Va a matarlo, va a matarlo», se repetía constantemente.
En un pasillo se encontró a su mujer.
-¿Y la reina? -preguntó.
La misma mañana habían administrado a la reina Clemencia los últimos sacramentos.
Aquella mujer; cuya belleza exaltaban dos reinos, estaba desfigurada, estragada por la
infección. La nariz afilada, la piel amarillenta, con placas rojas del tamaño de una pieza de dos libras, exhalaba un olor espantoso; su orina contenía sangre; cada vez respiraba más penosamente y se quejaba de constantes dolores en la nuca y en el vientre. Deliraba.
-Son cuartanas -dijo la señora de Bouville-. La comadrona asegura que si pasa el día puede
salvarse. Mahaut ha ofrecido enviar al maestro Pavilly, su médico personal.
-¡De ningún modo, de ningún modo! -exclamó Bouville-. ¡No dejaremos entrar aquí a nadie
que sirva a Mahaut!
¡La madre moribunda, el hijo amenazado, y más de doscientos barones que estaban al llegar con su respectiva escolta! ¡Bonito desorden iba a originarse en seguida, y qué buena ocasión para el crimen!
-El niño no puede quedar en la habitación contigua a la de la reina -continuó Bouville-. No puedo apostar allí hombres armados para que lo protejan, y es muy fácil deslizarse por detrás de los tapices.
-Pues es hora de que pienses en ello. ¿Dónde quieres ponerlo?
-En la habitación del rey. Allí se puede prohibir la entrada.
Se miraron, y ambos pensaron lo mismo: era la habitación en que había muerto el
Turbulento.
-Haz preparar esa habitación y aviva el fuego -insistió Bouville.
-Bien, amigo mío, voy a obedecerte. Pero aunque pongas cincuenta escuderos no podrás impedir que Mahaut tenga al rey en brazos para presentarlo.
-¡Estaré a su lado!
-Si lo ha decidido, lo matará en tus narices, mi pobre Hugo, y ni te darás cuenta. Un niño de
cinco días no ofrece ninguna resistencia. Aprovechará un momento de descuido para clavarle una maguja en un punto vital de la cabeza, o le hará respirar veneno, o lo estrangulará con una cinta.
-Entonces, ¿qué quieres que haga? -exclamó Bouville-. No puedo ir y decirle al regente:
«¡No queremos que vuestra suegra lleve al rey porque tememos que lo mate!»
-¡No, es cierto! Sólo nos queda rogar a Dios -dijo la señora Bouville alejándose.
Bouville, desolado, entró en la habitación de la nodriza.
María de Cressay daba de mamar a los dos niños a la vez. Voraces uno y otro, se aferraban a los senos con sus pequeñas uñas y sorbían ruidosamente. Generosamente, María daba al rey el pecho izquierdo, que se creía el más rico.
-¿Qué os ocurre, messire? Parecéis muy preocupado -dijo María.
Estaba ante ella, apoyado en su alta espada, con sus mechones blanquinegros que le caían
por las mejillas, rellenando con su barriga la cota de armas, como un grueso arcángel bondadoso encargado de la difícil vigilancia de un niño.
-Es tan débil nuestro pequeño sire, es tan débil... -dijo tristemente.
-No, messire, se está recuperando. Ved, casi ha alcanzado al mío. Y todas estas medicinas
que tomo me producen palpitaciones, pero parece que le hacen bien.
Bouville acercó la mano, y acarició la cabecita en la que se formaba una rubia pelusa.
-No es un rey como los demás... ya veis... -murmuró.
El viejo servidor de Felipe el Hermoso no sabía cómo expresar lo que sentía. Por lejos que
se remontaba en sus recuerdos e incluso en los de su padre, la monarquía, el reino, Francia, todo lo que había sido razón de sus funciones y objeto de su preocupación se confundía con una larga y sólida cadena de reyes adultos, fuertes, que exigían respeto y dispensaban honores.
Durante veinte años había acercado el sillón a un monarca ante quien temblaba la
cristiandad. Nunca hubiera podido imaginar que la cadena se redujera, tan de prisa, a aquel rosado infantito de la barbilla con rastros de leche, eslabón que se hubiera podido quebrar con dos dedos.
-Es verdad que ha engordado -dijo-; sin la señal que le dejaron los hierros y que ya se va
borrando, se distinguiría muy poco del vuestro.
-¡Oh, no, messire! -dijo María-. El mío pesa más. ¿No es verdad, Juan II, que pesas más?
Enrojeció de pronto, y explicó:
-Como los dos tienen el mismo nombre, al mío lo llamo Juan II. Tal vez no debería hacerlo.
Bouville, por maquinal cortesía, acarició la cabeza del segundo bebé. En su gesto, rozó los senos de María. Esta se equivocó sobre el gesto y la obstinada mirada del gentil hombre, y se puso colorada. «¿Cuando dejaré de sonrojarme por cualquier cosa? -se decía-. Dar de mamar no es deshonesto, ni provocativo.»
En realidad, Bouville comparaba a los dos bebés.
En este momento entró la señora de Bouville, con la ropa para vestir al rey. Bouville la llevó a un rincón y le dijo:
-Creo que he encontrado la solución.
Se hablaron en voz baja durante unos instantes. La señora de Bouville movía la cabeza con aire reflexivo; por dos veces miró en dirección a María.
-Pídeselo tú -dijo por fin-. A mí no me tiene afecto.
Bouville se acercó a la joven.
-María, hija mía, vais a prestar un gran servicio a nuestro pequeño rey, a quien os veo tan
apegada -dijo-. Nuestros barones vienen para que les sea presentado. Pero, dados los ataques que padeció durante el bautizo, tememos que el frío le sea fatal. Pensad en el efecto que produciría si empezara a retorcerse otra vez. Pronto dirían todos que tiene poca vida, como propagan sus enemigos. Nosotros, los barones, somos gente aguerrida, y queremos que el rey dé pruebas de robustez incluso en la más tierna edad. Vuestro niño, me lo decíais hace un momento, está más gordo y tiene mejor aspecto. Quisiéramos presentarlo en lugar del rey.
María, un poco inquieta, miró a la señora de Bouville, quien se apresuró a decir:
-Yo no intervengo en nada. Es idea de mi esposo.
-¿No es pecado, messire, hacer esto? -preguntó confusa María.
-¿Pecado, hija mía? Proteger al rey es una virtud. Y no sería la primera vez que se
presentara al pueblo un niño fuerte en lugar de un heredero enclenque -afirmó Bouville, mintiendo para lograr su propósito.
-¿No se darán cuenta?
-¿Cómo van a darse cuenta? -exclamó la señora de Bouville-. Los dos son rubios; a esa
edad todos los niños se parecen, y cambian de un día para otro. ¿Quién conoce de verdad al rey? Messire de Joinville, que no ve nada, el regente que no ve mucho, y el condestable que es más entendido en caballos que en recién nacidos.
-¿No se extrañará la condesa de Artois de no ver la señal de los hierros?
-¿Cómo va a verla bajo el bonete y la corona?
-Además, el día no es muy claro. Casi será necesario encender los cirios -agregó Bouville,
señalando la ventana y la triste luz de noviembre.
María no opuso más resistencia. En el fondo, la idea de esta sustitución la halagaba, y en
Bouville sólo veía buenas intenciones. Sentía placer en vestir de rey a su hijo, en rodearlo de seda, en ponerle el pequeño manto azul sembrado de flores de lis doradas y el bonete en el que habían cosido una minúscula corona, prendas todas del ajuar preparado antes del nacimiento.
-¡Qué hermoso va a estar mi Juanito! -decía María-. ¡Una corona, Señor! Tendrás que
volverla a tu rey, ¿sabes?, tendrás que devolvérsela.
Movía a su hijo como si fuera un muñeco ante la cuna de Juan I.
-Ved, sire, ved a vuestro hermano de leche, a vuestro pequeño servidor que va a ocupar
vuestro lugar para que no os resfriéis.
Y pensaba: «Cuando le cuente a Guccio todo esto... cuando le diga que su hijo es hermano
de leche del rey, y que ha sido presentado a los barones... ¡ Qué extraña es nuestra vida, pero yo no la cambiaría por ninguna otra! ¡ Qué bien hice de enamorarme de él, de mi lombardo!»
Su alegría se vio truncada por un largo gemido llegado de la habitación contigua.
«Dios mío, la reina... -pensó María-. Me olvidaba de la reina...»
Entró un escudero a anunciar la llegada del regente y de los barones. La señora de Bouville tomó al hijo de María en los brazos.
-Lo llevo a la habitación del rey -dijo- y os lo devolveré después de la ceremonia, cuando se
vaya la corte. No os mováis de aquí hasta que yo vuelva. Y si, a pesar de la guardia que vamos a poner, entra alguien, vos afirmad que el niño que tenéis es el vuestro.

Los reyes malditos IV - La ley de los varonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora