VI

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Francia en manos firmes.

Para conquistar el trono, Felipe V había acudido, dentro de las instituciones monárquicas, a un viejo recurso que en lenguaje moderno se llama golpe de Estado.
Al hallarse investido de las principales funciones reales gracias a la autoridad de su persona y al apoyo de sus entusiastas partidarios, había hecho ratificar por la asamblea de julio un reglamento sucesorio que podía favorecerle eventualmente, pero sólo después de largo tiempo y tras la aplicación de cláusulas previas. Con la desaparición del pequeño rey, sobrevenía un acontecimiento propicio. Inmediatamente, atropellando la legalidad que él mismo había establecido, se apropió Felipe de la corona, sin respetar plazos ni condiciones previas.
Un poder obtenido en semejantes condiciones forzosamente tenía que verse amenazado,
por lo menos al principio.
Ocupado en consolidar su posición, apenas tuvo tiempo Felipe de saborear su victoria ni
recrearse en su sueño realizado. La cumbre que acababa de ocupar era demasiado estrecha.
Las lenguas andaban sueltas por todo el reino; las sospechas se propagaban. La mano dura
del rey era bastante conocida, y los que corrían peligro de verse alcanzados por ella se agruparon alrededor del duque de Borgoña.
Este corrió a París para protestar la designación de su futuro suegro. Exigió la convocatoria de los pares y el reconocimiento de Juana de Navarra como reina de Francia.
Felipe, para asegurarse la regencia, había sacrificado el condado de Borgoña; para
conservar el trono, ofreció separar las coronas de Francia y de Navarra, recientemente unidas, y dejar el pequeño reino pirenaico a la dudosa hija de su hermano.
Pero si Juana era reputada digna de reinar en Navarra, ¿por qué no igualmente en Francia?
Así lo entendía el duque Eudes y rehusó la proposición. Había, pues, que recurrir a la fuerza.
Eudes partió a galope hacia Dijon, desde donde lanzó, en nombre de su sobrina, una
proclama a todos los señores del Artois y de Picardía, de Brie y de Champaña, invitándoles a desobedecer al usurpador.
Se dirigió con el mismo fin al rey Eduardo II de Inglaterra, quien, a pesar de los esfuerzos de
su mujer Isabel, se apresuró a envenenar la querella, tomando partido por los borgoñones. En toda escisión que surgía en el reino de Francia, veía el rey inglés la posibilidad de emancipar la Guyena.
«¿Para esto llegué a denunciar el adulterio de mis cuñadas?», pensaba la reina Isabel.
Al verse amenazado por el norte, este y sudeste, cualquier otro que no fuera Felipe el Largo hubiera soltado tal vez la presa. Pero el nuevo rey sabía que disponía de varios meses. El invierno no era época para la guerra; sus enemigos debían esperar hasta la primavera para poner en pie de guerra sus ejércitos. Lo que más le urgía a Felipe era hacerse coronar, para adquirir la indeleble dignidad de la consagración.
En un principio quiso fijar la ceremonia para la Epifanía; el día de Reyes le parecía de buen
augurio. Le hicieron ver que los burgueses de Reims no tendrían tiempo de prepararlo todo, y concedió un plazo de tres días. La corte saldría de París el 1.0 de enero, y la consagración se efectuaría el domingo día 9.
Desde Luis VIII, primer rey no elegido en vida de su predecesor, nunca se había visto a un
heredero del trono precipitarse a Reims con tanta rapidez; Pero la consagración religiosa le parecía insuficiente a Felipe; quería añadirle algo que impresionara de manera nueva a la conciencia popular.
Frecuentemente había meditado en las enseñanzas de Egidio Colonna, preceptor de Felipe el Hermoso, hombre que había formado el pensamiento del Rey de Hierro, y cuyo tratado sobre los principios de la realeza contenía frases como ésta:
Hablando en absoluto, sería preferible que el rey fuera elegido; sólo los corrompidos apetitos de los hombres y su manera de actuar deben hacer preferir la herencia a la elección.
-Quiero ser rey con el consentimiento de mis súbditos -dijo Felipe el Largo- y sólo así me
sentiré verdaderamente digno de gobernarlos. Y puesto que me falta el apoyo de algunos grandes, concederé la palabra a los humildes.
Su padre le había enseñado el camino al convocar, en los momentos difíciles de su reinado, asambleas en las que estaban representadas todas las clases, todos los «estados». Hizo que se reunieran dos asambleas de esta clase, más amplias todavía que las precedentes, una en París para los de la lengua oil, otra en Bourges para los de la lengua de oc, dentro de las semanas siguientes a la consagración. Y pronunció las palabras «Estados Generales».
Los legistas fueron encargados de preparar los textos que se presentarían a la aprobación
de los estados, de forma que Felipe apareciera como escogido y designado por el pueblo entero. Adoptaron, naturalmente, los argumentos del condestable, o sea que los lises no podían hilar la lana, y que el reino era demasiado noble para caer en manos de mujer. Se apoyaron, peregrinamente, en el hecho de que entre el venerado San Luis y la señora Juana de Navarra existían tres intermediarios
sucesorios, mientras que entre San Luis y Felipe sólo había dos. Lo que con toda razón hizo exclamar a Valois.
-En ese caso, ¿por qué no yo, a quien sólo mi padre me separa de San Luis?
Y luego, en fin, los consejeros del Parlamento, aguijoneados por Miles de Noyers,
exhumaron, sin demasiada confianza, el viejo código de costumbres de los francos salios, anterior a la conversión de Clovis al cristianismo. Este código no contenía nada relativo a la transmisión del poder real. Era una recopilación bastante tosca de jurisprudencia civil y criminal, poco comprensible, ya que tenía más de ocho siglos. Una breve indicación estipulaba que la herencia de tierras había de hacerse por partes iguales entre los herederos varones. Sólo eso.
No fue preciso más para que algunos doctores en derecho secular construyeran sobre ello
su demostración. La corona de Francia sólo podía recaer en varones, ya que corona implicaba posesión de tierras. Y la mejor prueba de que el código sálico había sido aplicado desde su origen, ¿no se encontraba en el hecho de que desde un principio sólo habían reinado hombres? De esta manera Juana de Navarra podía quedar eliminada sin tener que recurrir a la acusación de bastardía, imposible de probar.
Los doctores eran maestros en sus galimatías. Nadie pensó en objetar que la dinastía
merovingia no procedía de los salios, sino de los sicambros y de los brúcteros; y en aquel momento, nadie fue a examinar aquella famosa ley sálica, que se inventó pretendiendo referirse a ella, y que iba a hacer fortuna en la Historia, después de haber arruinado al reino con una guerra de cien años.
Ciertamente, el adulterio de Margarita de Borgoña costaría bien caro a Francia.
Sin embargo, por el momento, el poder central no se dormía. Felipe reorganizaba ya la
administración, llamaba a su consejo a los grandes burgueses, y creaba su cuerpo de «chevaliers poursuivants», para recompensar así a los que le habían servido sin tregua desde su época de Lyon.
Rescató de Carlos de Valois la casa de la moneda de Mans, y diez más esparcidas por toda Francia. En adelante, la moneda circulante por el reino de Francia sólo sería acuñada por el rey.
Recordando las ideas de Juan XXII cuando éste no era más que el cardenal Duèze, Felipe
preparó una reforma del sistema de multas y de los derechos de cancillería. Los notarios entregarían todos los sábados al Tesoro las sumas recaudadas, y el registro de actas quedaría sujeto a tarifas decretadas por la Cámara de Cuentas.
Lo mismo hizo con las aduanas, prebostazgos, capitanías de ciudades y oficinas de
recaudación. Los abusos y malversaciones, corrientes desde la muerte del Rey de Hierro, fueron duramente reprimidos. En todas las capas de la sociedad, en toda actividad nacional, en los tribunales de justicia, en los puertos, en los mercados y ferias, se dejó sentir que Francia estaba de nuevo en manos firmes... ¡manos de veinticinco años!
Las fidelidades no se consiguen sin dádivas. Felipe pagó su advenimiento con grandes
liberalidades.
El viejo senescal de Joinville se había hecho llevar a su castillo de Wassy, donde había
declarado que quería morir.· Sabía que su fin estaba próximo. Su hijo Anseau, que no había dejado a Felipe desde los últimos días de Lyon, dijo un día a este último:
-Mi padre me ha asegurado que en Vincennes pasaron cosas extrañas cuando la muerte del
pequeño rey, y han llegado a su oído inquietantes rumores.
-Lo sé, lo sé -respondió Felipe-. También a mí me parecieron sorprendentes ciertos hechos
ocurridos aquellos días. ¿Queréis que os dé mi opinión, Anseau? No puedo hablar mal de Bouville porque no tengo pruebas, pero me pregunto si su capacidad no era muy inferior a la tarea a él encomendada. ¡Mostraba tanta agitación, escuchaba tanta palabra yana! Su desordenada prudencia ha dado lugar a suposiciones... De todas maneras, ya es demasiado tarde...
Hizo una pausa, y agregó:
-Anseau, he hecho que el Tesoro os asigne una donación de cuatro mil libras, y ello os
probará mi gratitud por la ayuda que siempre me habéis prestado. Y si, tal como creo, el día de la consagración, mi primo el duque de Borgoña no se encuentra en Reims para anudar mis espuelas, os encargaréis vos de ello. Sois caballero suficientemente noble para ello.
Para remachar las bocas, siempre ha sido el oro el mejor metal; pero Felipe sabía que con
ciertos hombres es necesario trabajar un poco la soldadura.
Quedaba por arreglar el asunto de Roberto de Artois; Felipe se felicitaba de haber tenido en
prisión a su peligroso primo durante los últimos acontecimientos. Pero no podía tenerlo indefinidamente en el Châtelet. Generalmente una coronación va acompañada de actos de
clemencia y concesiones de gracia. Ante la apremiante intervención de Carlos de Valois, Felipe fingió comportarse como buen príncipe.
-Lo haré por complaceros, tío mío -dijo-. Roberto será puesto en libertad...
Dejó la frase en suspenso, y pareció estar calculando.
-...a los tres días de mi salida para Reims -agregó-, y no podrá alejarse de París más de
veinte leguas.

Los reyes malditos IV - La ley de los varonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora