III

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Las puertas de Lyon.

El conde de Poitiers acababa de terminar su aseo, cuando el chambelán le anunció la visita del cardenal.
Muy alto, muy delgado, prominente la nariz, echados los cabellos sobre la frente en mechones cortos que le caían en rizos a lo largo de las mejillas, la piel fresca como se puede tener a los veintitrés años, el joven príncipe, vestido con bata de casa de camocán (3) jaspeado, salió a recibir a monseñor Duèze y le besó el anillo con deferencia.
Hubiera sido difícil hallar mayor contraste, más irónica desemejanza que la existente entre estos dos personajes, de los cuales uno hacía pensar en un viejo hurón salido de su madriguera, y el otro en una garza atravesando con altanería los pantanos.
-A pesar de la hora tan temprana, monseñor -dijo el cardenal-, no he querido retrasar el
momento de ofreceros mis plegarias en el duelo que os aflige.
-¿Duelo? -dijo Felipe de Poitiers con un ligero sobresalto.
Su primer pensamiento fue para la esposa que había dejado en París, y que estaba
embarazada de ocho meses.
-Veo que he hecho bien en venir a notificároslo -continuó Duèze-. El rey, vuestro hermano, murió hace cinco días.
El semblante de Felipe no se alteró; apenas una aspiración más fuerte levantó su pecho. En su rostro no se advirtió ni sorpresa, ni emoción ni siquiera la impaciencia de conocer más detalles.
-Os agradezco vuestra diligencia, monseñor -respondió-. ¿Pero cómo habéis sabido tal
noticia... antes que yo?
-Por messire de Bouville, cuyo mensajero ha corrido con gran prisa para que yo os entregara esta carta en secreto.
El conde de Poitiers abrió el pliego y lo leyó acercando la nariz, ya que era muy miope.
Tampoco durante la lectura traicionó sus sentimientos; simplemente leyó la carta, la volvió a plegar y la deslizó entre sus ropas. Luego permaneció silencioso.
El cardenal guardó silencio también, simulando respetar el dolor del príncipe, aunque éste no mostraba grandes señales de aflicción.
-Dios lo salve de las penas del infierno -dijo al fin el conde de Poitiers, en respuesta a la
devota actitud del prelado.
-¡Oh!... el infierno... -murmuró Duèze-. ¡En fin, roguemos a Dios! Pienso también en la
infortunada reina Clemencia, a quién vi crecer cuando me encontraba junto al rey de Nápoles. Una princesa tan dulce, tan perfecta...
-Sí, es una verdadera desgracia para mi cuñada -dijo Poitíers.
Y al mismo tiempo pensaba: «Luis no ha dejado ninguna disposición testamentaria para la regencia. Por lo que me escribe Bouville, mi tío Valois ya se prevale de ilusorios derechos...»
-¿Qué vais a hacer, monseñor? ¿Regresaréis a París? -preguntó el cardenal.
-No lo sé todavía, no lo sé -respondió Poitiers-. Espero una información más amplia. Me atendré a las necesidades del reino.
Bouville, en su carta, no le ocultaba que deseaba su regreso. Como hermano mayor del rey muerto, y como par del reino, el lugar de Poitiers estaba en París, en el momento en que se debatía la regencia. Cualquier otro ya habría dado orden de ensillar los caballos.
Pero Felipe de Poitiers lamentaba e incluso sentía repugnancia de dejar a Lyon antes de dar fin a las tareas emprendidas.
En primer lugar tenía que concluir el contrato de esponsales entre su tercera hija, Isabel, que apenas contaba cinco años de edad, y el pequeño delfín del Viennois, el pequeño Guigues, que tenía seis. Acababa de negociar este matrimonio en la misma Vienne con el delfín Juan II de la Tour du Pri y la delfina Beatriz, hermana de la reina Clemencia. Buena alianza, que permitiría a la corona de Francia contrabalancear en aquella región la influencia de los Anjou-Sicilia. La firma debía tener lugar dentro de unos días.
Y luego, sobre todo, estaba el asunto de la elección del papa. Durante semanas, Felipe de Poitiers había surcado la Provenza, el Viennois y el Lyonnais, para ver uno tras otro a los veinticuatro cardenales (4) dispersados, y asegurarles que no volvería a producirse la agresión de Carpentrás y que no se les haría objeto de ninguna violencia, dejando entender a muchos que podían tener su oportunidad, defendiendo el prestigio de la fe, la dignidad de la Iglesia y el interés de los Estados. Por fin, a costa de esfuerzos, de palabras y a veces de dinero, había logrado reunirlos en Lyon, ciudad colocada desde hacía largo tiempo bajo la autoridad eclesiástica, pero que acababa de pasar recientemente, en los últimos años de Felipe el Hermoso, a poder del rey de Francia.
El conde de Poitiers se creía muy cerca de alcanzar su objetivo. Pero si se marchaba ¿no se corría el riesgo de que todo comenzara de nuevo, que otra vez se encendieran los odios personales, que se dejara sentir la influencia de la nobleza romana o la del rey de Nápoles en perjuicio de la de Francia y que los diversos partidos se acusaran mutuamente de traición y de herejía? Y después de tantas discusiones, ¿no se vería volver el papado a Roma? «Precisamente lo que mi padre quería evitar...», se decía Felipe de Poitiers. «Su obra, ya muy desvirtuada por Luis y por nuestro tío Valois, ¿se iba a desmoronar por completo?»
Durante unos instantes, el cardenal Duéze tuvo la impresión de que el joven se había
olvidado de su presencia. Y de repente, Poitiers le preguntó:
-¿Mantendrá el partido gascón la candidatura del cardenal Pélagrue? ¿Creéis que vuestros piadosos colegas están dispuestos al fin a reunirse...? Sentaos, pues, aquí, monseñor, y decidme cuál es vuestra opinión. ¿En qué situación nos encontramos?
Durante el tercio de siglo en que había participado en los asuntos de los reinos, el cardenal había conocido a muchos soberanos y gobernantes. Pero no había encontrado ninguno que tuviera tanto dominio de sí mismo. He aquí un príncipe de veintitrés años a quien se acaba de anunciar que su hermano había muerto, que el trono estaba vacante, y que parecía no tener más urgente preocupación que los embrollos del cónclave. Merecía que se pensara en ello.
Sentados uno al lado del otro, cerca de una ventana, sobre una arca recubierta de Damasco, los pies del cardenal tocando apenas el suelo y el tobillo del conde de Poitiers balanceándose lentamente en el aire, los dos hombres tuvieron una larga conversación.
En realidad, según la exposición que hizo Duéze, se había vuelto sensiblemente a las
mismas dificultades que había expuesto antiguamente a Bouville en un campo de los alrededores de Aviñón, a los dos años de la muerte de Clemente V.
El partido de los diez cardenales gascones, que se llamaba también partido francés, seguía siendo más numeroso, pero era insuficiente por sí solo para formar la mayoría requerida de los dos tercios del Sagrado Colegio, es decir dieciséis votos. Los gascones, considerándose depositarios del pensamiento del difunto papa, a quien todos ellos debían el cardenalato, apoyaban firmemente la sede de Aviñón y se mostraban muy unidos ante los otros dos partidos. Pero entre ellos existía una sorda competencia; junto a las ambiciones de Arnaldo de Pélagrue crecían las de Arnaldo Fougéres y de Arnaldo Nouvel. Mientras se hacían mutuas promesas, disimuladamente se echaban la zancadilla.
-La guerra de los tres Arnaldos -dijo Duéze con su voz susurrante-. Veamos ahora el partido de los italianos.
No eran más que ocho, pero divididos en tres fracciones. El bofetón de Anagny separó para siempre al temible cardenal Caetani, sobrino del papa Bonifacio VIII, de los dos cardenales Colonna.
Entre estos adversarios flotaban los otros italianos. Stefaneschi, por hostilidad a la política de Felipe el Hermoso, era partidario de Caetani, de quien, por otra parte, era pariente. Napoleón Orsini estaba titubeante. Los ocho sólo coincidían en un punto: el retorno del papado a la Ciudad Eterna. Y en esto su determinación era feroz.
-Bien sabéis, monseñor -prosiguió Duéze-, que por un momento se cernía la amenaza de un cisma y que aún existe este peligro... Nuestros italianos se negaban a reunirse en Francia y han hecho saber, no ha mucho, que si se elegía un papa gascón no lo reconocerían y nombrarían el suyo en Roma.
-No habrá cisma -dijo con calma el conde de Poitiers.
-Gracias a vos, monseñor, gracias a vos; me complazco en reconocerlo y lo digo en todas partes. Habéis ido de ciudad en ciudad llevando la buena palabra, y aunque no habéis encontrado el pastor, ya habéis reunido el rebaño.
-¡Costosas ovejas, monseñor! ¿Sabéis que salí de París con dieciséis mil libras, y que la semana pasada tuve que hacerme enviar otras tantas? Jasón * a mi lado sería un pequeño señor.

Los reyes malditos IV - La ley de los varonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora