El lombardo del papa.
En Lyon, los cardenales seguían encerrados. Se habían imaginado que iban a cansar al
regente, pero su reclusión duraba ya un mes. Los setecientos hombres armados del conde de Forez continuaban montando guardia alrededor de la iglesia y del convento de los frailes dominicos; y aunque por respetar las formas, el conde de Savelli, mariscal del cónclave, llevaba permanentemente las llaves consigo, estas llaves no servían de gran cosa, ya que sólo podían aplicarse a puertas tapiadas.
Los cardenales transgredían día tras día la constitución de Gregorio, y ello con la conciencia tranquila por haber sido obligados a reunirse con apremio y violencia. No dejaban de decírselo así día tras día al conde de Forez, cuando éste asomaba la cabeza encasquetada por el estrecho orificio que servía para pasar los víveres. Pero día tras día el conde de Forez se limitaba a repetir que él se veía obligado a respetar la ley del cónclave. Este diálogo de sordos podía continuar durante largo tiempo.
Los cardenales ya no se alojaban juntos, como prescribía la constitución; porque, aunque la
nave de los Jacobinos era grande, el hecho de convivir en ella casi cien personas, sobre simples brazadas de paja, pronto se hizo insoportable. Y en primer lugar, por la pestilencia que se había originado con los calores de agosto.
-Porque nuestro Señor naciera en un establo, su vicario no ha de ser elegido
necesariamente en medio de la porquería -decía un cardenal italiano.
Los prelados, por lo tanto, se pasaron al convento, que comunicaba con la iglesia, el cual estaba comprendido en el mismo recinto. Expulsando de él a los frailes, se colocaron bien o mal a tres por celda o por habitación de la hospedería, la cual, naturalmente, fue cerrada a los viajeros. Los capellanes y los pajes ocuparon los refectorios.
El régimen alimenticio decreciente no seguía aplicándose; de haberlo hecho, hubiera sido
una asamblea de esqueletos. Los cardenales se hacían enviar del exterior algunas golosinas, que, según decían, iban destinadas al superior y a los frailes. El secreto de las deliberaciones se violaba hábil y obstinadamente; cada día entraban o salían del cónclave cartas escondidas en el pan o entre los platos vacíos. La hora de la comida se había convertido en la hora del correo, y la correspondencia que pretendía arreglar la suerte de la cristiandad estaba muy manchada de grasa.
El conde de Forez había notificado todas estas infracciones al regente, que parecía
alegrarse. «Cuantas más faltas e inobservaciones cometan -declaró Felipe de Poitiers-, mejor podremos castigarlos, cuando tomemos una decisión. Dejad pasar las misivas, pero abridlas en cuantas ocasiones podáis y hacedme conocer su contenido.»
De esta manera se supo del fracaso de cuatro candidaturas, casi inmediatamente después
de planteadas: primero la de Arnaldo Nouvel, antiguo abad de Fontfroide, de quien el conde de Poitiers hizo saber claramente por Juan de Forez «que no encontraba a aquel cardenal bastante amigo del reino de Francia»; luego las candidaturas de Guillermo de Mandagout, de Arnaldo de Pélagrue y de Berenguer Frédol el mayor. Gascones y provenzales se zancadilleaban mutuamente. Se supo también que el terrible Caetani comenzaba a asquear a una parte de los italianos, incluso a su propio sobrino Stefaneschi, por la bajeza de sus intrigas y la demente exageración de sus
calumnias.
Había llegado a proponer, como por broma -pero ya se sabía lo que en su boca significaban estas palabras-, evocar al diablo y encargarle la designación de papa; pues Dios parecía renunciar a mostrar su elección.
A lo que Duéze, con su voz susurrante, respondió:
-No sería la primera vez, monseñor Francisco, que satanás se sentaría entre nosotros.
Cuando Caetani solicitaba una candela, se susurraba que no era para alumbrarse, sino para fundirla y proceder a un hechizo.
Hasta su inesperada internación, los cardenales se oponían unos a otros por razones de doctrina, de prestigio o de interés. Pero después de vivir juntos un mes, en la incomodidad de un espacio reducido, se odiaban por razones personales, casi físicas. Algunos descuidaban su aseo, no se lavaban ni se afeitaban, y se dejaban llevar por todas las libertades de la naturaleza. Algún candidato ya no buscaba votos prometiendo dinero o beneficios eclesiásticos, sino repartiendo su ración con los glotones, acto formalmente prohibido. Entonces corrían las denuncias de boca en boca:
-El camarlengo ha comido tres platos del bando de...
Si los estómagos lograban satisfacerse con estas compensaciones, no ocurría lo mismo con otros apetitos; la castidad, a la que ciertos cardenales tenían poca costumbre de someterse, comenzaba a agriar furiosamente el carácter de algunos. Entre los provenzales circulaba este juego de palabras:
-Si de Auch está presto a todo para hacer buena cara, los Colonna hacen buena cara a
todos.
Porque los dos Colonna, tío y sobrino, dos señores atléticos configurados más para llevar coraza que sotana, acorralaban a los pajes por los pasillos, con la promesa de una buena
absolución.
No dejaban de echarse en cara antiguas quejas:
-Si no hubierais canonizado a Celestino... si no hubierais renegado de Bonifacio... si no
hubierais condenado a los Templarios...
Se acusaban mutuamente de debilidad en la defensa de la Iglesia, de ambición y de
venalidad. Oyendo hablar a aquellos cardenales, se hubiera dicho que ninguno de ellos merecía siquiera una parroquia de pueblo.
Sólo monseñor Duèze parecía insensible a la incomodidad, las intrigas y la maledicencia.
Desde hacía dos años había embarullado tanto las cosas entre sus colegas que ya no necesitaba mezclarse en nada, y podía dejar que sus perversas maquinaciones trabajaran por sí mismas. Frugal por naturaleza y por costumbre, la escasez de comida no le preocupaba en absoluto. Había preferido compartir su celda con los dos cardenales normandos agrupados a los provenzales, Nicolás de Fréauville, antiguo confesor de Felipe el Hermoso, y Miguel del Bec, que, demasiado débiles para formar un partido, no figuraban entre los «papables». No los temían, y su instalación en compañía de Duéze no podía tener aspecto de conjura. Por otra parte, Duéze veía poco a sus compañeros. A una hora fija se paseaba por el claustro del convento, apoyado generalmente en el brazo de Guccio, que no cesaba de recomendarle:
-¡Monseñor, no vayáis tan de prisa! Tengo dificultad en seguiros, debido a esta pierna que me ha quedado rígida a consecuencia de mi caída, en Marsella. Bien sabéis que vuestra
oportunidad, si he de dar crédito a lo que oigo, será mayor cuanto más débil os crean.
-Es verdad, es verdad, dices bien -respondía el cardenal, que se esforzaba entonces por
encorvar la espalda y arrastrar los pies, doblegando sus setenta y dos años.
El resto del tiempo, lo dedicaba a leer o a escribir. Se había procurado lo que le era más
necesario: libros, candela y papel. ¿Le avisaban para una reunión en el coro de la iglesia? Fingía entonces dejar con pena sus trabajos, se arrastraba hasta su silla y, mientras se deleitaba escuchando las injurias y perfidias con que se abrumaban sus colegas, se contentaba con susurrar:
-Ruego a Dios, hermanos míos, ruego a Dios que nos inspire la elección más digna.
Quienes lo conocían de hacia tiempo lo encontraban cambiado. Parecía lleno de virtudes cristianas, y entregado a maceraciones y ofrecía a todos ejemplo de benevolencia y caridad. Cuando se lo hacían observar, respondía sencillamente, acompañando su murmullo con un gesto de
desengaño:
-La proximidad de la muerte. Es hora ya de prepararme...
Apenas tocaba la escudilla de la comida y la hacía llevar a alguno de sus rivales. Así Guccio se llegaba con los brazos cargados, junto al camarlengo que engordaba como buey cebado, y le decía:
-Monseñor Duéze os envía esto. Esta mañana os ha encontrado delgado.
De los noventa y seis prisioneros, Guccio era uno de los que más fácilmente se
comunicaban con el exterior. Había podido establecer rápidamente un enlace con el agente de la banca Tolomei en Lyon. Por esta vía pasaba no sólo las cartas que enviaba a su tío, sino también el correo más secreto, que Duéze destinaba al regente. Estas cartas no pasaban por la desgracia de los platos grasientos, sino dentro de los libros indispensables a los piadosos estudios del cardenal.
Duéze, en efecto, no tenía otro confidente que el joven lombardo, cuya astucia le era cada
día más valiosa. Sus destinos estaban estrechamente ligados, porque uno quería salir papa de aquel convento recalentado por el verano, y el otro deseaba dejarlo cuanto antes, protegido poderosamente, para correr en auxilio de su hermosa María. Guccio, de todos modos, estaba algo tranquilo en lo referente a ella desde que Tolomei le había escrito que velaba por su amor como un tío verdadero.
A comienzos de la última semana de julio, cuando Duéze vio que el cansancio extenuaba a sus colegas, hartos de calor y lanzados irremediablemente unos contra otros, decidió poner en práctica la comedia que meditaba desde hacía tiempo y preparada cuidadosamente con Guccio.
-¿He arrastrado bastante los pies? ¿He ayunado bastante? ¿Es bastante malo mi aspecto? -preguntaba a su improvisado paje-. ¿Están mis colegas bastante disgustados de sí mismos para dejarse llevar por cansancio a una decisión?
-Así lo creo, monseñor; creo que ya están maduros.
-Entonces, mi joven compañero, comenzad a hacer trabajar vuestra lengua; por mi parte,
temo acostarme y no levantarme mas.
Guccio empezó por decir a los servidores de los otros cardenales que monseñor Duéze
estaba muy agotado, que presentaba indicios de enfermedad y que, en vista de su mucha edad, era de temer que no saliera vivo del cónclave.
Al día siguiente, Duéze no apareció en la reunión diaria, y los cardenales lo comentaban entre sí, repitiendo los rumores que Guccio había hecho circular.
Al dia siguiente, el cardenal Orsini, que acababa de tener un violento altercado con los Colonna, se encontró con Guccio y le preguntó si era verdad que monseñor Duèze estaba tan débil.
-Sí, monseñor, y estoy apenadísimo -respondió Guccio-. ¿No estáis enterado de que mi
dueño incluso ha dejado de leer? Eso es como decir que le queda poco de vida.
Luego, con el aire de cándida audacia que sabía adoptar en tales casos, añadió:
-Si yo estuviera en vuestro lugar, monseñor, sé muy bien lo que haría. Elegiría a monseñor
Duèze. Así podríais salir al fin de este cónclave y reunir otro a vuestro gusto en cuanto él muera, cosa que, os lo repito, no tardará. Es una oportunidad que, tal vez la semana próxima, se habrá perdido.
Por la tarde, Guccio vio a Napoleón Orsini en conciliábulo con Stefaneschi, Arberti de Prato y con Guillermo de Longis, todos italianos favorables a Duéze. Al día siguiente volvió a formarse como casualmente el mismo grupo en el claustro, pero incrementado con el español Lucas Flisco, hermanastro de Jaime II de Aragón, y con Arnaldo de Pélagrue, jefe del partido gascón.
Guccio, al pasar junto a ellos, oyó decir a éste último:
-¿Y si no muere?
-Sería menor mal que permanecer aquí -respondió uno de los italianos-, seis meses más, como nos amaga, si perdemos esta ocasión de elegir a un moribundo.
Guccio hizo pasar inmediatamente una carta para su tío, en la que le recomendaba comprar a la compañía de los Bardi todos los créditos que esta banca tenía sobre Juan Duéze. «Podréis obtenerlos sin dificultad a mitad de su valor, ya que al deudor se le da por muerto, y el acreedor os tomará por loco. Comprad incluso a ochenta libras las cien, porque, como os digo, el asunto será bueno; o yo no soy vuestro sobrino.» Además aconsejaba a Tolomei que se trasladara a Lyon lo antes posible.
El 29 de julio, el conde de Forez hizo entregar oficialmente al cardenal camarlengo una carta del regente. Para escuchar su lectura, Juan Duéze consintió en dejar su camastro; más que caminar, se dejó llevar a la reunión.
La carta del conde de Poitiers era severa. Detallaba todas las infracciones cometidas del reglamento de Gregorio. Recordaba su amenaza de quitar la techumbre de la iglesia. Vituperaba a los cardenales por sus discordias, y les sugería, si no podían llegar a una decisión, conferir la tiara al más anciano de ellos. Ahora bien, el más anciano era Juan Duèze.
Cuando éste oyó estas palabras, movió los brazos con gesto de moribundo y dijo con voz
apenas perceptible:
-¡El más digno, hermanos míos, el más digno! ¿Qué ibais a hacer con un pastor que ni
siquiera tiene fuerzas para andar, y cuyo lugar está más bien en el cielo, si el Señor quiere acogerlo, que aquí abajo?
Se hizo llevar a su celda, se tendió sobre la cama y se puso de cara a la pared.
Al día siguiente, Duéze pareció recobrar un poco las fuerzas; un debilitamiento demasiado constante hubiera despertado sospechas. Pero al recibirse una recomendación del rey de Nápoles, que apoyaba la del conde de Poitiers, el anciano comenzó a toser de manera penosa; debía de estar muy mal cuando se había acatarrado con aquel calor tan grande.
Continuaban los chalaneos, ya que no se habían extinguido todas las esperanzas.
El conde de Forez comenzó a mostrarse más duro. Ahora hacía registrar ostensiblemente
los alimentos, que además había reducido a un servicio diario, y confiscaba la correspondencia o la hacía echar de nuevo al interior.
El 5 de agosto, Napoleón Orsini había logrado inclinar hacia Duéze al mismo temible Caetani
y a otros miembros del partido gascón. Los provenzales empezaban a olfatear el perfume de la victoria.
El 6 de agosto pudo advertirse que monseñor Duéze contaba con dieciocho votos, es decir,
dos más que aquella famosa mayoría absoluta que, en dos años y tres meses, nadie había podido reunir. Los últimos adversarios, viendo que se iba a hacer la elección a pesar de ellos, y temiendo que se les tuviera en cuenta su obstinación, se jactaron en reconocer las altas virtudes cristianas del cardenal-obispo de Porto, y se declararon dispuestos a ayudarle con sus votos.
Al día siguiente, 7 de agosto de 1316, decidieron votar. Designaron cuatro escrutadores. Duèze se presentó llevado por Guccio y su segundo paje.
-Pesa como una pluma -murmuraba Guccio a los cardenales, que los miraban pasar y se
apartaban con una deferencia que indicaba ya la elección que iban a hacer.
Minutos después era proclamado papa por unanimidad, y sus veintitrés rivales le dedicaron una ovación.
-Puesto que Vos lo queréis, Señor, puesto que Vos lo quereis... -susurró Duéze.
-¿Qué nombre escogéis? -le preguntaron.
-Juan... Llevaré el nombre de Juan... Juan XXII.
Guccio se adelantó para ayudar a levantarse al endeble anciano, convertido en la autoridad
suprema del universo.
-No, hijo mío, no -dijo Duéze-. Me esforzaré en andar solo. ¡ Quiera Dios sostener mis pasos!
Los imbéciles creyeron entonces asistir a un milagro, mientras que los demás comprendieron que habían sido engañados. Pensaban haber votado por un cadáver, y he aquí que su elegido circulaba con toda facilidad entre ellos, bullicioso y fresco como una trucha. Pero no podían imaginar todavía la dura vida que les iba a deparar durante dieciocho años.
Entretanto el camarlengo había quemado en la chimenea las papeletas de la votación, cuyo
humo blanco anunciaba al mundo un nuevo pontífice. Entonces comenzaron a oírse golpes de pico en el muro que tapiaba la puerta principal. Pero el conde de Forez era prudente; en cuanto quitaron unas piedras, se deslizó por el hueco.
-Sí, sí, hijo mío, soy yo -le dijo Duéze, que había trotado rápidamente hasta la puerta.
Entonces, los albañiles terminaron de abatir la pared; abrieron las puertas y el sol, por
primera vez después de cuarenta días, entró en la iglesia de los Jacobinos.
Una gran muchedumbre esperaba en el atrio; burgueses y gente del pueblo de Lyon,
cónsules, señores y observadores de las cortes extranjeras, que se pusieron de rodillas cuando cardenales y conclavistas salieron formados en procesión. Un hombre grueso, de tez aceitunada y con un ojo cerrado, que estaba en primera fila junto al conde de Forez, cogió el borde del vestido del papa cuando éste pasó delante de él y se lo llevó a los labios.
-¡Tío Spinello! -exclamó Guccio Baglioni, que iba detrás del pontífice.
-¡Ah, vos sois su tío! Aprecio mucho a vuestro sobrino, hijo mio -dijo Duéze al banquero
mientras le indicaba que se levantara-. Me ha servido fielmente, y quiero conservarlo a mi lado. ¡Abrazadlo, abrazadlo!
Se levantó el capitán general de los lombardos y Guccio lo abrazó.
-Lo he comprado todo, como me dijiste, y al seis por diez -susurró Tolomei a su sobrino,
mientras Duèze bendecía a la muchedumbre-. Este papa nos debe ahora varios miles de libras. Buen trabajo, hijo mio. Verdaderamente eres de mi sangre.
Alguien, detrás de ellos, ponía una cara tan larga como los cardenales; era el señor
Boccaccio, el principal viajante de los Bardi.
-¡Ah!, entonces estabas dentro, descreído -le dijo a Guccio-. De haberlo sabido no hubiera
vendido los créditos.
-¿Y María? ¿Dónde está María? -preguntó Guccio ansiosamente a su tío.
-Tu María se encuentra bien. Es tan hermosa como tú astuto, y si el pequeño lombardo que
lleva dentro se parece a los dos, hará carrera en la vida. ¡Pero date prisa, muchacho! Te llama el Padre Santo.
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Los reyes malditos IV - La ley de los varones
Fiction HistoriqueTodos los derechos reservados a Maurice Druon