VI

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De Neauphle a Saint-Marcel.

Una mañana de primeros de julio, bastante antes del alba, Juan de Cressay entró en la
habitación de su hermana. El joven llevaba una candela que despedía humo; se había lavado la barba y lucía su mejor cota de montar.
-Levántate, María -dijo-. Partes esta mañana. Pedro y yo te conduciremos.
La joven se incorporó en la cama.
-Partir... ¿cómo es eso?... ¿Debo partir esta mañana?
Medio dormida, miraba a su hermano con sus grandes ojos azules, fijamente, sin
comprender. Maquinalmente se echó por encima de los hombros sus largos cabellos espesos y sedosos, que tenían reflejos dorados.
Juan de Cressay contemplaba con desprecio a su hermana, como si su belleza fuera la
imagen misma del pecado.
-Haz un paquete de tus ropas, ya que no regresarás por un tiempo.
-Pero, ¿adónde me lleváis? -preguntó María.
-Ya lo verás.
-Y ayer... ¿Por qué no me dijiste nada ayer?
-¿Para que nos hicieras otra de las tuyas?... Vamos, date prisa; quiero estar en camino antes de que nos vean nuestros siervos. Ya nos has avergonzado bastante; no hay necesidad de darles más que hablar.
María no respondió. Desde hacía un mes su familia no la trataba de otra manera, ni se dirigía a ella en otro tono. Se levantó con ligera dificultad debido a su embarazo de cinco meses, cuyo peso, por ligero que fuera, todavía la sorprendía al levantarse del lecho. Al resplandor de la candela dejada por Juan, se preparó, se pasó agua por la cara y el pecho y se ató rápidamente los cabellos. Notó que sus manos temblaban. ¿Adónde la llevaban? ¿A qué convento? Se ajustó al cuello el relicario de oro que le había dado Guccio y que provenía, según le había dicho éste, de la reina Clemencia.
«Hasta hoy estas reliquias me han protegido bien poco -pensó-. ¿Habré rezado con poca
devoción?» Lió en un solo hatillo su ropa interior, algunos vestidos, una sobrevesta y paños para lavarse.
-Te taparás con la capa de caperuza grande -le dijo Juan, que entró un instante en la
habitación.
-¡Voy a morirme de calor! -objetó María-. Es para invierno.
-Nuestra madre quiere que hagas el camino con la cara tapada. Obedece y date prisa.
En el patio, el hermano segundo, Pedro, ensillaba él mismo los dos caballos.
María sabía bien que aquel día había de llegar, y en cierto sentido, a pesar de la angustia que le oprimía el corazón, no sufría realmente, pues casi había llegado a desear esta partida. El convento más triste le sería más soportable que los agravios y los reproches que le repetían a diario. Al menos estaría a solas con su infortunio. No tendría que sufrir el furor de su madre, que guardaba cama desde que había estallado el drama, y que maldecía a su hija cada vez que ésta le llevaba una tisana. Después de lo cual era presa de tales ahogos que era necesario llamar urgentemente al barbero de Neauphle para que le sacara una pinta de sangre. En menos de dos semanas habían sangrado dos veces a doña Eliabel, y no parecía que este tratamiento le hiciese recobrar la salud.
María era tratada por sus dos hermanos, sobre todo por Juan, como si hubiera cometido un crimen. ¡ Ah, ciertamente, mil veces preferible el claustro! Pero en la soledad de la clausura, ¿podría recibir noticias de Guccio? Esta era su obsesión, lo que más temía del futuro. Sus malvados hermanos le aseguraban que Guccio había huido al extranjero.
«No quieren confesármelo -se decía-, ¡pero lo han hecho encarcelar! ¡No es posible, no es posible que me haya abandonado! O tal vez haya vuelto para salvarme; por eso tienen tanta prisa en sacarme de aquí. Después lo matarán. ¡Ah! ¿Por qué no me fui con él?»
Su imaginación le sugería toda clase de catástrofes. A veces llegaba a desear que Guccio se hubiera escapado realmente, dejándola abandonada a su triste suerte. Sin nadie a quien pedir consejo o simplemente compasión, no tenía más compañía que la del hijo que iba a nacer; pero esa existencia no significaba más que un pequeño consuelo por el valor que le infundía.
En el momento de partir, María de Cressay preguntó si podía despedirse de su madre. Pedro subió a la habitación de doña Eliabel. Por los gritos de la viuda, a quien las sangrías no le habían apagado toda la voz, comprendió María la inutilidad de su tentativa.
-Me ha respondido que ya no tiene hija -dijo Pedro al volver.
Y María pensó una vez más: «Hubiera hecho mejor escapándome con Guccio. Todo es por mi culpa; debía haberlo seguido.»
Los dos hermanos montaron en sus caballos y Juan de Cressay tomó en la grupa a su
hermana, ya que su caballo era el mejor, o mejor dicho el menos malo de los dos. Pedro cabalgaba la jaca con huélfago sobre la cual, el mes anterior, los dos hermanos habían hecho tan galana entrada en la capital.
María dirigió una postrera mirada a la pequeña mansión cuyos techos, a la media luz de la aurora todavía indecisa, se revestían ya con la incierta grisalla del recuerdo. Todos los instantes de su vida, desde que había abierto los ojos, se habían desarrollado entre aquellas paredes y en aquel paisaje; sus juegos de niña, el sorprendente descubrimiento de sí misma y del mundo que cada uno se forma día tras día... la infinita diversidad de las hierbas del campo, la extraña forma de las flores y el maravilloso polvo que llevan en su corazón, la suavidad del plumón en el vientre de los patitos, los juegos del sol en las alas de las libélulas... Allí dejaba todas las horas pasadas viéndose crecer, escuchándose soñar, todos los cambios que solía contemplar en su rostro reflejado en el agua transparente del Mauldre, y aquel gran deslumbramiento de vivir que experimentaba a veces, echada
cara al cielo en la pradera, buscando presagios en la forma de las nubes, imaginando a Dios presente en el cielo infinito...
-Bájate la caperuza -le ordenó su hermano Juan.
Una vez vadeado el río, puso el caballo a paso rápido, y pronto el de Pedro empezó a
resoplar.
-Juan, ¿no vamos demasiado de prisa? -dijo Pedro, señalando a María con un movimiento de cabeza.
-¡Bah! El mal grano está siempre sólidamente plantado -respondió el mayor, como si malignamente deseara un accidente.
Pero sus esperanzas quedaron fallidas. María era una joven robusta y hecha para la maternidad. Recorrió las diez leguas de Neauphle a París sin dar muestras de la menor molestia.
Tenía, eso sí, los riñones molidos y se asfixiaba de calor, pero no se quejaba. De París no vio, por debajo de su caperuza, más que el pavimento de las calles y los bajos de las casas. ¡ Cuántas piernas! ¡Cuántos zapatos! Lo que más la sorprendía era el ruido, el inmenso rumor de la ciudad, las voces de los pregoneros, de los vendedores de toda clase de géneros, y el ruido que hacían los artesanos. En ciertos lugares, la muchedumbre era tan densa que las monturas tenían dificultad en abrirse camino. Los pies de María chocaban a veces con los codos o la espalda de los transeúntes. Por fin se detuvieron los caballos. Hicieron descender a la joven, que se encontraba cansada y cubierta de polvo. Sólo entonces la autorizaron a quitarse la capa.
-¿Dónde estamos? -preguntó, contemplando con sorpresa el patio de una hermosa
residencia.
-En casa del tío de tu lombardo -respondió Juan de Cressay.
Instantes después, con un ojo cerrado y el otro abierto, maese Tolomei miraba a los tres hijos del difunto sire de Cressay sentados en fila ante él, Juan el barbudo, Pedro el barbilampiño, y a su lado la hermana, un poco apartada, con la cabeza baja.
-Recordad, maese Tolomei -dijo Juan-, que nos prometisteis...
-Cierto, cierto -respondió Tolomei-, y voy a cumplir, amigos míos, no dudéis de ello.
-Comprended que es necesario que se cumpla en seguida. Después del escándalo motivado por esta deshonra, nuestra hermana no puede permanecer más tiempo con nosotros. No nos atrevemos a aparecer por las casas de nuestros vecinos, y hasta nuestros propios siervos se burlan de nosotros. Esta situación empeorará cuando nuestra hermana dé el fruto de su pecado.
Tolomei tenía la respuesta a flor de labios: «¡ Pero, hijos míos, sois vosotros quienes habéis armado tal escándalo! Nadie os obligaba a lanzaros como fieras contra Guccio, amotinando a todo el burgo de Neauphle mejor que con un pregonero público.»
-Además, nuestra madre no se repone de esta desgracia; ha maldecido a su hija, y cuando la ve a su lado se le acrecienta la cólera de tal modo que tememos que reviente... Comprended...
«Es la manía de todos los necios, pedir que comprendáis... ¡Bah! Cuando se le seque la
lengua ya se callará... Pero lo que comprendo muy bien -se decía el banquero- es que mi Guccio haya enloquecido por esa hermosa muchacha. Lo creía equivocado, pero desde que la he visto entrar he cambiado de opinión; y si mi edad permitiera que me ocurriese todavía una cosa semejante, sin duda me comportaría más alocadamente que él. ¡Hermosos ojos, hermosos cabellos, hermosa piel... un verdadero fruto de primavera! ¡Y parece soportar su desgracia con valor, ya que, después de todo, los otros dos gritan, se enfurecen, se dan importancia; pero es para ella, pobre muchacha, la pena más grande! Seguramente tiene un gran corazón. Es una lástima que haya nacido bajo el mismo techo que esos dos necios; me gustaría que Guccio hubiera podido casarse a pleno día y que ella viviera aquí, alegrando mi vejez.»
No dejaba de contemplarla. María levantó los ojos hacia él, los bajó en seguida y volvió a levantarlos, inquieta por aquella insistente observación.
-Comprended, maese, que vuestro sobrino...
-¡Oh! ¡Reniego de él, lo he desheredado! Si no hubiera huido a Italia, creo que lo habría matado con mis propias manos. Si al menos supiera dónde se esconde... -dijo Tolomei, llevándose las manos a la frente con aire abatido.
Y al abrigo de la pequeña visera de sus manos, dejándose ver sólo por la joven, levantó dos veces su gran párpado habitualmente cerrado. María supo entonces que tenía un aliado, y no pudo contener un suspiro. Guccio vivía, Guccio estaba en lugar seguro, y Tolomei sabía dónde. ¡Qué le importaba el claustro ahora!
Había dejado de prestar atención al discurso de su hermano Juan. Por otra parte, le habría sido fácil repetirlo de memoria. El mismo Pedro de Cressay permanecía en silencio, con aire de cansancio. Se reprochaba, sin atreverse a decirlo, haber cedido él también a la cólera. Y dejaba a su hermano mayor hablar del honor de la sangre y de las leyes de la caballería, para justificar su enorme tontería.
Porque cuando, viniendo de su pobre caserón arruinado y de su patio que olía a estiércol invierno y verano, los hermanos Cressay veían la principesca residencia de Tolomei, cuando respiraban aquel aire de riqueza y de abundancia que saturaba toda la mansión, se veían obligados a reconocer que su hermana no hubiera salido tan mal parada, si hubieran consentido su matrimonio. Pero mientras el pequeño sentía, en el fondo, remordimiento en lo referente a su hermana, el mayor, testarudo y animado por un bajo sentimiento de envidia, pensaba: «¿Por qué había de tener derecho por su malvado pecado a tanta riqueza, cuando nosotros arrastramos una vida miserable?»
Tampoco María era insensible al lujo que la rodeaba; la deslumbraba y no hacía más que avivar su pesar.
«¡Si al menos Guccio hubiera sido un poquito noble -pensaba-, o si nosotros no lo
hubiéramos sido!... ¿Qué quiere decir la caballería? ¿Puede ser bueno lo que hace sufrir tanto? Y la riqueza ¿ no es también una especie de nobleza?»
-No os preocupéis por nada, amigos míos -dijo al fin Tolomei-; dejadlo todo en mis manos. El deber de los tíos es reparar las faltas de sus malos sobrinos. He conseguido, gracias a mis altas amistades, que acojan a vuestra hermana en el convento de Saint-Marcel para muchachas. ¿No estáis satisfechos?
Los dos hermanos Cressay se miraron y movieron la cabeza con gesto de aprobación. El convento de las clarisas del barrio de Saint-Marcel gozaba del más alto prestigio. Entraban en él únicamente las hijas de la nobleza, y allí era, a veces, donde se disimulaba bajo el velo a las bastardas de la familia real. El disgusto de Juan Cressay desapareció de golpe, aplacado por la  vanidad de casta. No había lugar donde un deshonor se pudiera encubrir con más honor. Y cuando los insignificantes barones de los alrededores de Neauphle preguntaran a los Cressay dónde estaba
María, no le sería desagradable responder en tono displicente: «Está en el convento de las hijas de Saint-Marcel .»
Pero Tolomei tenía que haber pagado o prometido mucho para que fuera admitida allí...
-Muy bien, está muy bien -dijo Juan-. Además, creo que la abadesa es algo pariente nuestra; nuestra madre nos la ha citado como ejemplo más de una vez.
-Así pues, todo es para bien -continuó Tolomei-. Voy a llevar a vuestra hermana al conde de Bouville, el antiguo gran chambelán...
Los dos hermanos se inclinaron ligeramente en el asiento para manifestar su consideración.
-...de quien he conseguido este favor, y os prometo que esta tarde ella será confiada
precisamente a la abadesa. Podéis, pues, regresar con toda tranquilidad; yo os haré llegar noticias.
Los dos hermanos no preguntaron más. Se desembarazaban de su hermana, y estimaban haber hecho bastante descargando su cuidado sobre otro.
-Que Dios te inspire el arrepentimiento -dijo Juan a María a manera de adiós.
Puso más calor al despedirse de Tolomei.
-Dios te guarde, María -dijo Pedro con emoción.
Inició un movimiento para abrazar a su hermana, pero la severa mirada del mayor lo contuvo.
Y María se quedó sola con el grueso banquero de tez oscura, carnosa boca y ojo cerrado, quien, por extraño que le pareciera, era su tío.
Los dos caballos salieron del patio y poco a poco fue apagándose el resoplido que producía el animal con huélfago, último rumor de los Cressay, que se alejaba de María.
-Ahora vamos a la mesa, hija mía. Mientras se come no se llora -dijo Tolomei.
Ayudó a la joven a quitarse la capa bajo la que se asaba; y María lo miró con sorpresa y reconocimiento, ya que era la primera muestra de atención o simplemente de cortesía que se tenía con ella desde hacía semanas.
«¡Vaya, una tela que salió de mi casa», se dijo Tolomei, al ver el vestido que llevaba María.
Como el lombardo negociaba en especias de Oriente, al mismo tiempo que era banquero, los guisados en que introducía los dedos con elegancia, la carne que apretaba del hueso muy delicadamente, a pequeños trozos, estaban impregnados de sabores exóticos, apetitosos. Pero María no mostraba apetito y apenas se sirvió de los platos del primer servicio.
-Está en Lyon -le dijo entonces Tolomei, levantando el párpado izquierdo-. Por ahora no puede moverse, pero piensa en vos y os guarda toda su fe.
-¿Está preso? -preguntó María.
-No, no precisamente. Se encuentra encerrado pero no por hechos delictivos, y comparte su cautividad con tan altos personajes que nada hemos de temer por su seguridad; todo me induce a creer que saldrá de la iglesia en que se halla más importante de lo que era al entrar.
-¿Una iglesia? -preguntó María.
-No puedo deciros nada más.
María no insistió. Guccio encerrado en una iglesia, acompañado de gente tan importante que no se le podía decir... el misterio la sobrepasaba. Pero todo lo referente a Guccio estaba envuelto de misterio. La primera vez que lo vio ¿no venía de una misión secreta ante la reina de Inglaterra? ¿No había estado dos veces en Nápoles, al servicio de la reina Clemencia? ¿No había recibido de ésta el relicario de san Juan Bautista que ahora llevaba ella al cuello? Si Guccio estaba encerrado en este momento, debía de ser para servir a alguna reina. Y María se maravillaba de que, entre tantas poderosas princesas, siguiera prefiriéndola a ella, una pueblerina. Guccio vivía, Guccio la quería; no necesitaba nada más para experimentar de nuevo el placer de vivir, y empezó a comer con el apetito de una joven de dieciocho años que ha estado viajando desde el alba.
Tolomei, aunque sabía dirigirse con soltura a los más altos barones, a los pares del reino, a los legistas, a los arzobispos, hacía tiempo que había perdido la costumbre de conversar con mujeres, sobre todo con una tan joven. Hablaron poco. El viejo banquero miraba con alborozo a aquella sobrina que le caía del cielo y que por momentos le iba gustando más.
«¡Qué pena -pensaba- recluirla en un convento! Si Guccio no estuviera encerrado en el cónclave, enviaría a esta hermosa niña a Lyon; pero, ¿qué iba a hacer allí, sola y sin apoyo? Los cardenales, por lo que se sabe, no parecen próximos a ceder... ¿Y si la retuviera aquí en espera de que regrese mi sobrino? ¡Cómo me lo agradecería! No, no puedo hacerlo; solicité de Bouville que intercediera en su favor; ¿qué papel haría ahora, despreciando la molestia que se ha tomado?
¡Además, si la abadesa es prima de los Cressay y se les ocurre a esos bobos la idea de pedirle noticias!... ¡Vamos, no es cuestión de que también yo pierda la cabeza! Irá al convento...»
- ...pero no para toda la vida -dijo continuando su pensamiento en voz alta-. No se trata de haceros tomar el hábito. Aceptad, sin quejaros demasiado, estos meses de reclusión; os prometo, cuando nazca vuestro hijo, arreglar el asunto para que viváis feliz con mi sobrino.
María le cogió la mano y se la llevó a los labios. El banquero se turbó; la bondad no formaba parte de su carácter, y su oficio no le había permitido acostumbrarse a las expresiones de gratitud.
-Ahora me es preciso entregaros al cuidado del conde de Bouville -dijo-. Voy a llevaros.
De la calle de los Lombardos al palacio de la Cité el camino no era largo. María lo recorrió al lado de Tolomei en un estado de maravillosa sorpresa. Nunca había visto una gran ciudad; el movimiento de la muchedumbre bajo el sol de julio, la belleza de las casas, la profusión de tiendas, el centelleo en los escaparates de los orfebres, todo aquel espectáculo la transportaba a un país de magia. «¡Qué felicidad -se decía- vivir aquí, y qué hombre tan amable es el tío de Guccio! ¡Bendito sea por querer protegernos! ¡Oh, sí, soportaré sin quejarme los meses de convento!»
Pasaron el Pont-au-Change y entraron en la galería Mercière, repleta de puestos de
vendedores.
Tolomei no pudo menos, por el placer de oírle de nuevo sus palabras de agradecimiento, que comprarle una linda escarcela bordada con pequeñas perlas.
-Esto de parte de Guccio. ¡Es preciso que yo lo reemplace!
En seguida se encontraron en la gran escalera de palacio. Así, por haber cometido una falta con un joven lombardo, María de Cressay entraba en la residencia real.
Dentro del palacio reinaba aquel estado de agitación, aquel ajetreo, real o simulado, que caracterizaba a los lugares en que se encontraba el conde de Valois. Tras atravesar galerías, salas y corredores por donde se apresuraban, se cruzaban y se interpelaban chambelanes, secretarios, oficiales y solicitadores, Tolomei y la joven llegaron a una parte un poco retirada, detrás de la Sainte-Chapelle, que daba sobre el Sena y la Isla de los Judíos. Una guardia de gentileshombres en cota de mallas les cerró el paso. Nadie podía penetrar en las habitaciones reservadas a la reina Clemencia sin la autorización de los curadores. Mientras iban a buscar al conde de Bouville, Tolomei y María esperaron junto al derrame de una ventana.
-Mirad, allí quemaron a los Templarios -dijo Tolomei, señalando la isla.
Llegó el grueso Bouville, con arreos de guerra, envuelta la barriga con la cota de acero y con paso decidido como si fuera a dirigir un asalto.
Hizo apartar a la guardia. Tolomei y María atravesaron primero una pieza donde, sentado en un sillón, dormía un anciano enjuto, vestido con traje de seda y con la piel moteada como un pergamino. Era el senescal de Joinville. Dos escuderos, junto a él, jugaban silenciosamente al ajedrez. Luego, los visitantes pasaron al alojamiento del conde de Bouville.
-¿Va recobrándose la señora Clemencia? -preguntó Tolomei a Bouville.
-Llora menos -respondió el curador-, o más bien muestra menos su llanto, como si se tragara sus lágrimas. Sin embargo, sigue como aturdida. Y luego el calor de aquí no le va nada bien a su estado, y tiene con frecuencia desfallecimientos y mareos.
«Así pues, la reina de Francia está al lado -pensaba María con intensa curiosidad-. ¿Le seré presentada tal vez? ¿Me atreveré a hablarle de Guccio?»
Luego asistió a una larga conversación, de la que, por otra parte, comprendió poco, entre el banquero y el antiguo gran chambelán. Cuando pronunciaban ciertos nombres bajaban la voz y María evitaba oir sus susurros.
La llegada del conde de Poitiers desde Lyon estaba anunciada para el día siguiente.
Bouville, que había deseado tanto su regreso, no sabía ahora si debía felicitarse, ya que monseñor de Valois había decidido salir inmediatamente al encuentro de Felipe, en compañía del conde de la Marche; y Bouville mostró a Tolomeí, por una ventana que daba a los patios, los preparativos de esta marcha. Por su parte, el duque de Borgoña, llegado de Dijon, hacía montar guardia a sus propios gentiles hombres en torno de su sobrina, la pequeña Juana de Navarra. Sobre la ciudad soplaba un viento agorero de revuelta, y aquella rivalidad entre regentes sólo podía desencadenar las peores calamidades.
Bouville creía que debían haber nombrado regente a la reina Clemencia, y rodearla de un consejo de la corona compuesto por Valois, Poitiers y Eudes de Borgoña.
Aunque Tolomei estaba muy interesado por los acontecimientos, intentó repetidas veces
llevar a Bouville al objeto de su entrevista.
-Desde luego, desde luego, vamos a ayudar a esa joven -respondía Bouville, que en seguida volvía a sus preocupaciones políticas.
¿Tenía Tolomei noticias de Lyon? El chambelán retenía familiarmente al banquero por el brazo y le hablaba casi al oído. ¿Cómo? ¿Guccio conclavista? ¿Cerrado con Duéze? ¡Ah! ¡ Qué hábil muchacho! ¿ Creía Tolomei poderse comunicar con su sobrino? Si acaso recibía noticias o tenía medios de hacérselas llegar que se lo dijera; este enlace podía ser precioso. En cuanto a María...
-Sí, sí -dijo el curador-. Mi mujer, que es persona inteligente y muy activa, ha arreglado todo a vuestra conveniencia; estad tranquilo.
Llamaron a la señora de Bouville, mujer pequeña y delgada, autoritaria, de rostro surcado por arrugas verticales, y cuyas manos sarmentosas no estaban nunca quietas. María, que hasta entonces se había sentido segura, experimentó inmediatamente una sensación de malestar e inquietud.
-¡Ah! Vos sois la que ha de ocultar su pecado -dijo la señora de Bouville examinándola con semblante poco benévolo-. Os esperan en el convento de las clarisas. La abadesa mostraba poca diligencia, y menos aún cuando le cité vuestro nombre, porque ella es, no sé en qué grado, de vuestra familia y vuestra conducta no le agrada. Pero, en fin, el favor de que goza mi esposo, messire Hugo, ha hecho sentir su peso. También yo he intervenido un poco, y os concederán alojamiento. Os llevaré allí antes de que llegue la noche.
Hablaba deprisa y no era fácil interrumpirla. Cuando calló, María, con gran deferencia, aunque con mucha dignidad en el tono, le contestó:
-Señora, no estoy en pecado, ya que me he casado ante Dios.
-Vamos, vamos -replicó la señora de Bouville-, no hagáis lamentar la bondad que se tiene por vos. Agradeced a quienes se preocupan por ayudaros, en lugar de venir con petulancias.
Fue Tolomei quien le dio las gracias en nombre de María. Cuando ésta vio que el banquero estaba a punto de irse, experimentó una sensación tan grande de pena que se lanzó en sus brazos como si hubiera sido su padre.
-Hacedme saber la suerte de Guccio -le murmuró al oído-, y decidle que desfallezco por él.
Tolomei se fue, y los Bouville desaparecieron igualmente. María permaneció en la
antecámara durante toda la tarde; no se atrevía a moverse y sin otra distracción que asistir, apoyada en el alféizar de una ventana abierta, a la salida de monseñor de Valois y su escolta. El espectáculo le hizo olvidar por un momento su pesar. Jamás había visto tan hermosos caballos, tan hermosos arneses, tan hermosos vestidos y en tan gran número. Pensaba en los campesinos de Cressay, vestidos con harapos, envueltas las piernas en bandas de tela, y se decía que era muy extraño que seres que tenían todos cabeza y dos brazos, y habían sido creados por Dios a su imagen, pudieran pertenecer a razas tan diferentes, si se les juzgaba por sus vestiduras.
Algunos escuderos jóvenes, al ver que una muchacha tan bella los observaba, le dirigieron sonrisas e incluso le enviaron besos. De pronto se colocaron alrededor de un personaje que llevaba un vestido bordado de plata. Parecía imponer mucho respeto y adoptaba aire de soberano. Luego la tropa se puso en movimiento, y el calor de la tarde se dejó sentir sobre los patios desiertos y los jardines del palacio.
Hacia el anochecer, la señora de Bouville fue a buscar a María. Acompañadas de algunos
criados y montadas en mulas ensilladas con una albarda «a la planchette», es decir, sentadas de lado, con los pies colocados sobre una pequeña plancha de madera, las dos mujeres atravesaron París. Había grupos por todas partes, y hasta vieron el final de una riña a la puerta de una taberna entre partidarios del conde de Valois y gente del duque de Borgoña. Los soldados de la ronda restablecían el orden a golpes de maza.
-La ciudad está nerviosa -dijo la señora de Bouville-. No me sorprendería que la jornada de mañana nos trajera una revuelta.
Salieron de París por el monte Sainte-Geneviéve y la puerta Saint-Marcel. El crepúsculo caía sobre los arrabales.
-Cuando yo era joven -dijo la señora de Bouville-, no se veían aquí más de veinte casas.
Pero la gente ya no sabe dónde meterse en la ciudad, y construyen, sin cesar, en el campo.
El convento de las clarisas estaba cercado por un alto muro blanco que encerraba los
edificios, jardines y huertos. En el muro había una puerta baja y, cerca de la puerta, un torno empotrado en el espesor de la piedra.
Una mujer que caminaba a lo largo del muro, con la cabeza cubierta por una caperuza, se acercó al torno y dejó en él un paquete que sacó de debajo de la capa; del paquete escapó un gemido; la mujer hizo girar el torno, tiró de la campanilla y, viendo que alguien se acercaba, huyó corriendo.
-¿Qué ha hecho? -preguntó María.
-Acaba de abandonar a un niño sin padre -dijo la señora de Bouville, mirando a María con aire severo-. Se les recoge de esta manera. Vamos, caminad.
María espoleó su mula. Pensaba que también ella hubiera podido verse obligada, un día próximo, a dejar a su hijo en un torno, y consideró que su suerte aún era envidiable.
-Os agradezco, señora, que os hayáis tomado por mí tanto trabajo -murmuró con lágrimas en los ojos.
-¡Ah! Por fin os oigo algo agradable -respondió la señora de Bouville.

Los reyes malditos IV - La ley de los varonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora