Enjuguemos nuestras lágrimas.
Aquella mañana la población de Lyon se quedó sin legumbres. Los carros de los hortelanos habían sido detenidos fuera de las murallas, y las amas de casa gritaban ante los mercados vacíos.
El único puente, el de Saona, estaba cerrado por la tropa. Si no se podía entrar en Lyon, tampoco se podía salir. Mercaderes italianos, viajeros, monjes ambulantes, reforzados por los mirones y los desocupados, se aglomeraban ante las puertas y reclamaban explicaciones. La guardia, invariablemente, respondía a las preguntas: «¡Orden del conde de Poitiers!», con ese aire distante y de importancia que adoptan los agentes de la autoridad cuando han de aplicar una medida cuya razón ignoran ellos mismos.
-Pero tengo mi hija enferma en Fouvière...
-Mi granero de Saint-Just se quemó ayer a la hora de vísperas...
-El baile de Villefranche me va a detener si no le pago hoy mis tributos... -gritaba la gente.
-¡Orden del conde de Poitiers!
Y cuando la protesta arreciaba demasiado, los soldados reales amenazaban con sus mazas.
En la ciudad circulaban extraños rumores. Unos aseguraban que iba a haber guerra. ¿Pero contra quién? Nadie podía decirlo. Otros afirmaban que se había producido una revuelta sangrienta durante la noche cerca del convento de los agustinos, entre los hombres del rey y la gente de los cardenales italianos. Se habían oído pasar caballos. Incluso se citaba el número de muertos. Sin embargo, en los agustinos todo estaba en calma.
El arzobispo Pedro de Saboya se hallaba muy inquieto y se preguntaba qué golpe de fuerza se estaba preparando para obligarle tal vez a ceder, en provecho del arzobispo de Sens, la primacía de las Galias, única prerrogativa que había podido conservar tras la anexión de Lyon a la corona en 1312 (5). Había enviado a uno de sus canónigos en busca de noticias; pero éste, al llegar a casa del conde de Poitiers, se encontró con un escudero cortés, pero mudo. Y el arzobispo esperaba recibir un ultimátum.
Entre los cardenales alojados en diversos establecimientos religiosos, la angustia no era menor, y llegaba casi a la desesperación. Se acordaban del golpe de Carpentrás. Pero, ¿cómo huir esta vez? Los emisarios corrían de los agustinos a los franciscanos y de los dominicos a los cartujos.
El cardenal Caetani había despachado a su hombre de confianza, el cura Pedro, a casa de los prelados Napoleón Orsini, Alberti de Prato, y Flisco, el único español, para decirles:
-¡Ya veis! Os habéis dejado seducir por el conde de Poitiers. Juró no molestarnos, que ni siquiera tendríamos que entrar en clausura para votar y que permaneceríamos completamente libres. Y ahora nos encierra en Lyon.
El mismo Duéze recibió la visita de dos de sus colegas provenzales, el cardenal Mandagout y Berenguer Frédol el mayor. Pero Duèze fingió salir de sus trabajos teológicos y no estar al corriente de nada. Durante este tiempo, en una celda próxima a sus habitaciones, Guccio Baglioni dormía como un tronco, bien ajeno a pensar siquiera que podía ser él el origen de tal pánico.
Desde hacía una hora, el cónsul Varay y tres de sus colegas llegados para exigir
explicaciones en nombre del «sindical» de la ciudad, daban vueltas en la antecámara del conde de Poitiers.
Este estaba reunido a puerta cerrada con las personas de su confianza y con los grandes
oficiales que formaban parte de su misión.
Al fin se apartaron los cortinajes y apareció el conde de Poitiers, seguido de sus consejeros. Todos tenían la expresión grave.
-¡Ah! Messire Varay, sed bien venido; y también todos vosotros, messires cónsules. Os podemos entregar aquí el mensaje que nos aprestábamos a enviaros. Leed, messire Miles.
Miles de Noyers, que había sido consejero en el Parlamento y mariscal en el ejército bajo Felipe el Hermoso, desplegó un pergamino y leyó:A todos los bailes, senescales y consejeros de las buenas ciudades. Os hacemos saber la
gran aflicción que nos apena por la muerte de nuestro bien amado hermano, el rey nuestro sire Luis X, que Dios acaba de arrebatar del afecto de sus súbditos. Pero la naturaleza humana está hecha de tal forma que nadie puede sobrepasar el término que le es asignado. Así, hemos decidido enjugar nuestras lágrimas, rogar con vosotros a Cristo por su alma, y acudir solícitos a gobernar el reino de Francia y el de Navarra con el fin de que sus derechos no se debiliten y que los súbditos de estos dos reinos vivan felices bajo el broquel de la justicia y de la paz.
El regente de los dos reinos, por la gracia de Dios.
Felipe
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Los reyes malditos IV - La ley de los varones
Ficción históricaTodos los derechos reservados a Maurice Druon