Un cardenal que no creía en el infierno.
Una noche de junio. Comenzaba a clarear y, desde el este, una tenue franja gris en el
horizonte anunciaba la aurora que pronto iba a elevarse sobre la ciudad de Lyon.
Era la hora en que los carros se ponían en marcha en los campos vecinos para llevar a la ciudad las legumbres y los frutos; la hora en que enmudecían los mochuelos y los pájaros aún no cantaban. Era también la hora en que, tras las estrechas ventanas de uno de los aposentos de honor de la abadía de Ainay, el cardenal Jacobo Duéze meditaba sobre la muerte.
El cardenal nunca había tenido gran necesidad de dormir, y con la edad esta necesidad no dejaba de reducirse. Con tres horas de sueño tenía más que suficiente. Poco después de medianoche se levantaba y se instalaba ante su escritorio. Hombre de inteligencia rápida y de saber prodigioso, versado en todas las disciplinas del pensamiento, había compuesto tratados de teología, de derecho, de medicina y de alquimia que sentaban cátedra entre los entendidos y doctores de su tiempo. En aquella época en que la gran esperanza tanto del pobre como del príncipe era la fabricación del oro, se hacían constantes referencias a los elixires destinados a la transmutación de los metales.
Así, en su obra intitulada El elixir de los filósofos se podían leer algunas definiciones que daban que pensar:
Las cosas de las que se puede hacer elixir son tres: los siete metales, los siete espíritus y las otras cosas... Los siete metales son: sol, luna, cobre, estaño, plomo, hierro y mercurio; los siete espíritus son: mercurio, azufre, sal, amoniaco, oropimente, magnesia y marcasita; y las otras cosas son: mercurio, sangre de hombre, sangre de cabellos y de orina y la orina es del hombre...
Y también curiosas recetas, como ésta para «depurar» la orina del niño:Cójase y póngase en una vasija, dejándola reposar durante tres o cuatro días; luego se cuela ligeramente. Vuélvase a dejarla reposar hasta que la porquería esté en el fondo. Póngase a cocer y espúmese hasta que se reduzca a su tercera parte; luego se destila por fieltro y se guarda en vasija bien tapada para evitar su corrupción por el aire.
A los sesenta y dos años, el cardenal descubría todavía materias religiosas y profanas que no había tratado, y completaba su obra mientras sus semejantes dormían. Empleaba él solo tantos cirios como una comunidad de monjes.
A lo largo de sus noches trabajaba también en la enorme correspondencia que mantenía con gran número de prelados, de abades, de juristas, de sabios, de cancilleres y de príncipes de toda Europa. Su secretario y sus copistas hallaban por la mañana labor preparada para la jornada entera.
O también se dedicaba a estudiar el mapa astrológico de sus rivales, lo comparaba con su constelación personal e interrogaba a los planetas para ver si llegaría a papa. Según los astros, su mayor oportunidad se situaba entre el comienzo de agosto y el de septiembre del año corriente. Ahora bien, era ya 10 de junio y nada parecía vislumbrarse...
Luego llegaba el momento penoso de antes del alba. Como si tuviera la certeza de que
había de dejar el mundo precisamente a aquella hora, el cardenal experimentaba entonces una difusa angustia, un vago malestar tanto corporal como espiritual. Influido por la fatiga, se interrogaba sobre su pasado. Su recuerdo le mostraba el desarrollo de un extraordinario destino... Nacido de una familia burguesa de Cahors, y habiendo abrazado el estado eclesiástico, y nombrado arcipreste a los cuarenta y cuatro años, parecía haber llegado a la cima de la carrera a que podía aspirar razonablemente. Pero en realidad, su aventura no había empezado todavía. Presentada la ocasión de ir a Nápoles con uno de sus tíos que iba allí a comerciar, el viaje, el cambio de país, y el descubrimiento de Italia actuaron sobre él de extraña manera. Días después de haber
desembarcado entró en relación con el preceptor de los infantes reales; se convirtió en su discipulo y se lanzó a los estudios abstractos con tal pasión, agilidad mental y flexibilidad de memoria que podrían envidiarla los adolescentes mejor dotados. No sentía el hambre, así como tampoco la necesidad de dormir. Nombrado, al cabo de poco tiempo, doctor en derecho canónico y luego en derecho civil, su nombre había comenzado a difundirse. La corte de Nápoles solicitaba la opinión del clérigo de Cahors.
Tras el ansia de saber, le vino la del poder. Consejero del rey Carlos II el Cojo (abuelo de la reina Clemencia), luego secretario de los consejos privados y provisto de numerosos beneficios eclesiásticos, se vio nombrado, diez años después de su llegada, obispo de Frejus, y un poco más tarde ascendido al cargo de canciller del reino de Nápoles, es decir, primer ministro de un Estado que comprendía a la vez la Italia meridional y todo el condado de Provenza.
Una ascensión tan fabulosa, entre las intrigas de las cortes, no pudo realizarse solamente con su talento de jurista y teólogo. Un hecho conocido por muy poca gente, ya que era secreto al mismo tiempo de la Iglesia y del Estado, demostraba a las claras la astucia y el aplomo con que Duéze era capaz de actuar.
Meses después de la muerte de Carlos II, había sido enviado en misión a la corte papal cuando el obispado de Aviñón -el más importante de toda la cristiandad, ya que era residencia de la Santa Sede- se encontraba vacante. Siendo canciller, y por lo tanto guardasellos, redactó tranquilamente una carta en la que el nuevo rey de Nápoles, Roberto, solicitaba para él, Jacobo Duéze, el episcopado de Aviñón. Esto ocurría en 1310 Clemente V, deseoso de ganarse el apoyo de Nápoles en un momento en que sus relaciones con Francia eran muy difíciles, accedió en seguida a la solicitud. La superchería se descubrió poco más tarde, cuando el papa Clemente recibió la visita del rey Roberto; ambos se mostraron su mutua sorpresa; el primero por no haber recibido más calurosas gracias por la concesión de este gran favor; y el segundo, por no haber sido consultado sobre este imprevisto nombramiento que lo privaba de su canciller. Antes de provocar un inútil escándalo, ambos prefirieron aceptar el hecho consumado. Y todos salieron ganando. Ahora Duéze era cardenal de curia, y sus obras se estudiaban en todas las universidades.
Sin embargo, por asombroso que aparezca un destino, sólo se presenta así a quienes lo
miran desde el exterior. Los días vividos, hayan sido pletóricos o vacíos, tranquilos o agitados, son todos por igual días huidos, y la ceniza del pasado pesa lo mismo en todas las manos.
¿Tenía sentido tanto ardor, ambición y energía cuando todo debía inclinarse
ineluctablemente hacia ese más allá del que las más altas inteligencias y las más difíciles ciencias humanas no llegaban a captar más que indescifrables fragmentos? ¿ Por qué ser papa? ¿No hubiera sido más cuerdo encerrarse en el fondo del claustro y desentenderse del mundo exterior?
Despojarse al mismo tiempo del orgullo del conocimiento y de la vanidad de dominar... adquirir la humildad de la fe más simple... prepararse para desaparecer... Pero incluso este género de meditación adquiría en el cardenal Duéze un giro de especulación abstracta, y su ansiedad de morir se transformaba al momento en debate jurídico con la divinidad.
«Los doctores nos aseguran -pensaba aquella mañana- que después de la muerte, las almas de los justos gozan inmediatamente de la visión beatífica de Dios, que es su recompensa. Admitámoslo... Pero las escrituras nos dicen también que al fin del mundo, cuando los cuerpos resucitados se hayan reunido con sus almas, seremos juzgados en el Juicio Final. Hay en esto una gran contradicción. ¿Cómo puede Dios, totalmente soberano, omnisciente y perfecto, convocar dos veces el mismo caso en su propio tribunal y juzgar en apelación su propia sentencia? Dios es infalible, e imaginar doble sentencia por su parte, lo que supone revisión y por lo tanto posibilidad de error, es a la vez impiedad y herejía... Además, ¿no conviene que el alma no entre en posesión del goce de su Señor hasta el momento en que, reunida con el cuerpo, ella misma sea perfecta en su naturaleza? Luego... luego los doctores se equivocan. Luego no puede haber beatitud propiamente dicha ni visión beatífica antes del fin de los tiempos, y Dios sólo se dejará contemplar después del Juicio Final. Pero hasta entonces, ¿dónde se encuentran las almas de los muertos? ¿No iremos a esperar sub aliare Dei, bajo ese altar de Dios del que habla san Juan en el Apocalipsis?...»
El trote de un caballo, ruido desacostumbrado a semejante hora, retumbó a lo largo de las paredes de la abadía, sobre los pequeños guijarros redondos que pavimentaban las mejores calles de Lyon. El cardenal prestó atención un instante; luego volvió a su razonamiento, producto de su formación jurídica y cuyas consecuencias iban a sorprenderle a él mismo.
«...Porque si el paraíso está vacío -se decía-, eso modifica singularmente la situación de los que declaramos santos o bienaventurados... Pero lo que es cierto para las almas de los justos, forzosamente lo es también para las almas de los pecadores. Dios no podría castigar a los malos antes de haber recompensado a los buenos. El obrero recibe su salario al final de la jornada; en la última hora del mundo el buen grano y la cizaña serán separados definitivamente. Actualmente ninguna alma habita en el infierno puesto que no se ha pronunciado la condena. Esto quiere decir que, hasta ahora, el infierno no existe...»
Esta posición era más bien tranquilizadora para cualquiera que pensara en la muerte;
retrasaba el plazo para el supremo proceso sin cerrar la perspectiva de la vida eterna, y se conciliaba bastante con esa intuición, común a la mayoría de los hombres, de que la muerte es una caída en un gran silencio oscuro, una inconsciencia indefinida... una espera sub aliare Dei.
Ciertamente, semejante doctrina, si era difundida, había de levantar violentas reacciones tanto entre los doctores de la Iglesia como en la creencia popular, y para un candidato a la Santa Sede no era momento propicio para ir a predicar la inexistencia o la vanidad del paraíso y del infierno.
«Esperemos el fin del cónclave», se decía el cardenal.
Fue interrumpido por un hermano tornero que llamó a la puerta y le anunció la llegada de un jinete de París.
-¿Quién lo envía? -preguntó el cardenal.
Duéze tenía una voz ahogada, apagada, totalmente desprovista de timbre, aunque muy clara.
-El conde de Bouville -respondió el hermano tornero-. Ha debido de galopar sin descanso, porque su aspecto denota fatiga; en el tiempo que he tardado en abrirle lo he encontrado
dormitando, pegado a la puerta.
-Hacedlo pasar aquí.
Y el cardenal, que minutos antes meditaba sobre la vanidad de la ambición, pensó en
seguida: «¿Se tratará de la elección? ¿Apoyará abiertamente la corte de Francia mi nombramiento? ¿ Me propondrán un arreglo?»
Se sentía agitado, lleno de curiosidad y de esperanza, y recorría la habitación con pequeños pasos rápidos. Duèze (2) tenía la estatura de un niño de quince años, hocico de ratón, grandes cejas blancas y frágil osamenta.
Detrás de la vidriera, el cielo comenzaba a rosear; todavía eran necesarios los cirios, pero ya el amanecer disolvía las sombras. La hora fatídica había pasado...
Entró el jinete; a la primera ojeada, se dio cuenta el cardenal de que no se trataba de un correo de oficio. En primer lugar, un verdadero correo hubiera puesto en seguida la rodilla en tierra y hubiera tendido su mensaje, en lugar de permanecer en pie inclinando la cabeza y diciendo:
«Monseñor...»Además, la corte de Francia, para enviar sus pliegos, utilizaba caballeros fuertes, de anchas espaldas, muy aguerridos, como el gran Robin-Qui-Se-Maria que hacía con frecuencia el trayecto entre París y Aviñón, y no un jovencete como aquél, de nariz puntiaguda que parecía esforzarse en mantener los párpados abiertos y apenas podía sostenerse en sus botas.
«Se huele mucho a disfraz -se dijo Duéze-; por otra parte, he visto esa cara en otro lugar...»
Con su mano corta y menuda hizo saltar los sellos de la carta, y en seguida quedó
decepcionado. No se trataba de la elección, sino de una solicitud de protección para el mensajero. No obstante, Duèze quiso ver en ello un indicio favorable; cuando París quería obtener un servicio de las autoridades eclesiásticas, se dirigía a él.
-¿Así, vos os llamáis Guccio Baglioni? -dijo cuando hubo terminado la lectura.
El joven se sobresaltó.
-Sí, monseñor...
-El conde de Bouville os recomienda a mí para que os tome bajo mi protección y os esconda de la persecución de vuestros enemigos.
-¡Si aceptáis concederme esta gracia, monseñor!...
-Parece que habéis tenido una mala aventura que os ha obligado a huir bajo esa librea -continuó el cardenal con su voz rápida y sin resonancias-. Contádmelo. Bouville me dice que vos formabais parte de su escolta cuando condujo a la reina Clemencia a Francia. En efecto, ahora me acuerdo. Os vi junto a él... Y vos sois el sobrino de maese Tolomei, capitán general de los lombardos de París. Muy bien, muy bien. Exponedme vuestro asunto.
Se había sentado y jugaba maquinalmente con un gran pupitre giratorio sobre el que estaban colocados los libros que le servían para sus trabajos. Ahora se encontraba distendido, tranquilo, presto a distraer su espíritu con los pequeños problemas del prójimo.
Guccio Baglioni había recorrido ciento veinte leguas en cuatro días y medio. Apenas sentía su propio cuerpo; una densa niebla le llenaba la cabeza, y hubiera dado cualquier cosa por tumbarse allí, incluso en el suelo, y dormir... dormir...
Logró recobrarse; su seguridad, su amor, su porvenir, todo exigía que superase un momento más su fatiga.
-Monseñor, me he casado con una hija de la nobleza -respondió él.
Le pareció que sus palabras habían salido de la boca de otro, pues hubiera querido empezar de otra manera. Hubiera querido explicar al cardenal que una desgracia sin precedentes se había abatido sobre él; que era el hombre más desgraciado, el más desgarrado del universo; que su vida estaba amenazada, que había tenido que huir, para siempre quizá, de la mujer sin la cual no podía vivir; que esta mujer iba a ser encerrada, que los acontecimientos habían caído sobre ellos desde hacia una semana con tal violencia y rapidez, que el tiempo parecía haber perdido sus dimensiones habituales, y que él mismo se sentía como un guijarro arrastrado por un torrente... Y sin embargo, todo su drama, cuando fue preciso expresarlo, se resumió en esta corta frase: «Monseñor, me he casado con una hija de la nobleza...»
-¡Ah, si! -dijo el cardenal-. ¿Cómo se llama?
-María de Cressay.
-¡Ah!... Cressay, no la conozco.
-Tuve que casarme secretamente, monseñor; la familia se oponía.
-¿Por ser vos lombardo? Seguramente. Todavía están un poco atrasados en Francia. La verdad es que en Italia... Entonces, ¿queréis obtener la anulación? ¡Bah!... Si el matrimonio ha sido secreto...
-Monseñor, la quiero y ella me quiere -dijo-. Pero su familia ha descubierto que está encinta y sus hermanos me han perseguido para matarme.
-Pueden hacerlo; tienen a su favor el derecho consuetudinario. Vos estáis considerado como raptor. ¿Quién os ha casado?
-El hermano Vincenzo, de los agustinos.
-Fra Vincenzo... no lo conozco.
-Lo peor, monseñor, es que este monje ha muerto. Por lo tanto ni siquiera puedo demostrar que verdaderamente nos hemos casado... No creáis que soy cobarde, monseñor. Yo quería batirme. Pero mi tío se dirigió a messire de Bouville...
-...quien sabiamente os ha aconsejado alejaros.
-¡Pero a María la van a encerrar en un convento! ¿Creéis, monseñor, que podréis sacarla de allí? ¿Creéis que la recobraré?
-¡Ah! Una cosa tras otra, mi querido hijo -respondió el cardenal, mientras continuaba haciendo girar el pupitre-. ¿Un convento? Bien, ¿dónde podría estar mejor por ahora?... Confiad en la infinita bondad de Dios, de la que todos tenemos gran necesidad...
Guccio bajó la cabeza con aire desolado. Sus negros cabellos estaban cubiertos de polvo.
-¿Está vuestro tío en buenas relaciones comerciales con los Bardi? -prosiguió el cardenal.
-Ciertamente, monseñor, ciertamente. Creo que los Bardi son vuestros banqueros.
-Sí, son mis banqueros. Pero últimamente los encuentro menos... menos fáciles en el trato que en lo pasado. ¡Forman una compañía tan poderosa! ... Tienen sucursales en todas partes. Y la menor solicitud que se les hace han de remitirla a Florencia. Son tan lentos como un tribunal eclesiástico... ¿Cuenta vuestro tío con muchos prelados entre sus clientes?
Las preocupaciones de Guccio se hallaban bien lejos de la banca. La niebla se espesaba en su frente; sus párpados quemaban.
-No, principalmente son grandes barones. El conde de Valois, el conde de Artois...
Estaríamos muy honrados, monseñor... -dijo con maquinal cortesía.
-Ya hablaremos de ello más tarde. Por el momento estáis a cubierto en este monasterio.
Pasaréis por un hombre a mi servicio; tal vez tengáis que poneros ropa de clérigo... Trataré esto con mi capellán. Podéis quitaros esa librea e ir a dormir en paz, de lo que me parece que tenéis gran necesidad.
Guccio saludó, balbució unas palabras de gratitud e hizo un movimiento hacia la puerta.
Luego, deteniéndose, dijo:
-Todavía no puedo ir a dormir, monseñor; debo entregar otro mensaje.
-¿A quién? -preguntó Duèze con aire de sospecha.
-Al conde de Poitiers.
-Confiadme la carta; la haré llevar en seguida por un hermano.
-Es que, monseñor, messire de Bouville me ordenó...
-¿Sabéis si ese mensaje se relaciona con el cónclave?
-¡Oh, no, monseñor! Se refiere a la muerte del rey.
El cardenal saltó de su asiento.
-¿Ha muerto el rey Luis? ¡Cómo no me lo habéis dicho en seguida...!
-¿Aún no se sabe aquí? Creía que estabais al corriente, monseñor.
La verdad es que no había pensado en ello. Sus desgracias y su fatiga le habían hecho
olvidar este acontecimiento capital. Había galopado directamente desde París, cambiando de caballo en los monasterios que le habían indicado como parada, comiendo de prisa, hablando lo menos posible, y sin saberlo se había adelantado a los jinetes oficiales.
-¿De qué ha muerto?
-Eso es precisamente lo que messire de Bouville quiere hacer saber al conde de Poitiers.
-¿Crimen? -susurró Duéze.
-Según el conde de Bouville, parece que el rey ha sido envenenado.
El cardenal reflexionó un instante.
-He aquí algo que puede cambiar mucho las cosas -murmuró-. ¿Ha sido designado un
regente?
-No lo sé, monseñor. Cuando salí se mencionaba mucho al conde de Valois...
-Muy bien, mi querido hijo; id a descansar.
-Pero, monseñor... ¿y el conde de Poitiers?
Los labios delgados del prelado dibujaron una sonrisa que podía pasar por expresión de benevolencia.
-No sería prudente que os mostrarais, y además os caéis de cansancio -dijo-. Dadme ese pliego; para evitaros todo reproche, yo mismo iré a entregarlo.
Minutos más tarde, precedido de un criado y seguido de un secretario, el cardenal de curia salía de la abadía de Ainay, situada entre el Ródano y el Saona, y se metía en callejuelas oscuras, obstaculizadas frecuentemente por montones de inmundicias. Delgado, endeble, avanzaba con paso saltarín, llevando casi corriendo sus setenta y dos años. Su ropa de púrpura parecía danzar entre las paredes.
Las campanas de las veinte iglesias y de los cuarenta y dos conventos de Lyon anunciaban los primeros oficios. Las distancias eran cortas en aquella ciudad, de casas apretujadas, que contaba unos veinte mil habitantes, de los que la mitad se dedicaban al negocio de la religión y la otra mitad a la religión del comercio. El cardenal llegó en seguida a la residencia del cónsul Varay, en la cual se alojaba el conde de Poitiers.
![](https://img.wattpad.com/cover/125829236-288-k965460.jpg)
ESTÁS LEYENDO
Los reyes malditos IV - La ley de los varones
Fiksi SejarahTodos los derechos reservados a Maurice Druon