IV

46 2 0
                                    

«Mis sires, ved al rey»

Los barones apenas cabían en la gran sala; hablaban, tosían, se revolvían y comenzaban a impacientarse por tan larga espera de pie. Los acompañantes habían invadido los corredores, para no perderse el espectáculo; en las salidas se arracimaban las cabezas.
El senescal de Joinville, a quien no habían hecho levantar hasta el último minuto para
ahorrarle esfuerzo, se hallaba ante la puerta de la habitación del rey, en compañía de Bouville.
-Vos lo anunciaréis, messire senescal -dijo Bouville-. Sois el más antiguo compañero de San Luis, y a vos corresponde el honor.
Enfermo de ansiedad, con la cara sudorosa, Bouville pensaba:
«Yo no podría..., no podría anunciarlo. Mi voz me traicionaría.»
Vio aparecer, en un extremo del oscuro corredor, a la condesa Mahaut de Artois, gigantesca, agrandada más aún por su corona y su pesado manto de ceremonia. Nunca le había parecido tan alta y aterradora.
Se precipitó a la habitación y dijo a su mujer:
-Ha llegado el momento.
La señora de Bouville se dirigió hacia la condesa, cuyos fuertes pasos resonaban en las losas, y le entregó el ligero fardo.
El lugar estaba oscuro; Mahaut no miró al niño de cerca. Solamente se dio cuenta de que
había aumentado de peso desde el día del bautizo.
-¡Eh, nuestro pequeño rey progresa! -dijo-. Os felicito, amiga mía.
-Lo cuidamos mucho, señora; no queremos incurrir en los reproches de su madrina -
respondió la señora de Bouville con su mejor tono.
«Hay que decidirse -pensó Mahaut-; el niño está progresando demasiado.»
La luz que entraba por una ventana le dejó ver la cara del antiguo chambelán.
-¿Por qué sudáis tanto, messire Hugo? -le dijo-. El día no es caluroso.
-Son esos fuegos que he hecho encender... Messire el regente no me ha dado tiempo para caldearlo con anticipación.
Se midieron con la mirada, y pasaron cada uno un mal momento.
-Adelante, pues -dijo Mahaut, abriéndose paso.
Bouville ofreció su brazo al anciano senescal, y los dos curadores se dirigieron, lentamente,
hacia la gran sala. Mahaut los seguía a unos pasos. Era el momento propicio, y tal vez no
encontraría otro igual. El andar del senescal le permitía no apresurarse. Cierto es que había
escuderos y doncellas pegados a las paredes y que todos, desde la penumbra, tenían puestos los ojos en el niño. Pero, ¿quién sospecharía de un gesto tan breve y natural?
-¡Vamos! Presentémonos bien -dijo Mahaut al bebé coronado que llevaba en sus brazos-.
Hagamos honor al reino, y no babeemos.
Sacó el pañuelo de su escarcela y limpió rápidamente los labios mojados del pequeño.
Bouville volvió la cabeza, pero el gesto ya estaba hecho, y Mahaut, disimulando el pañuelo en el hueco de la mano, fingió arreglar el precioso manto del niño.
-Estamos dispuestos -dijo ella.
Se abrieron las puertas de la sala, y se hizo el silencio. Pero el mariscal no veía a la gente
que tenía ante sí.
-Anunciad, messire, anunciad -le susurró Bouville.
-¿Qué debo anunciar? -preguntó Joinville.
-¡Al rey, vamos, al rey!
-El rey... -murmuró Joinville-. Es el quinto al que sirvo, ¿ sabéis?
-Cierto, cierto, pero anunciad -repitió nerviosamente Bouville.
Mahaut, detrás de ellos, enjugó por segunda vez, para mayor seguridad, la boca del niño.
Sire de Joinville, después de aclararse la garganta con algunos carraspeos, se decidió a pronunciar con voz grave y bastante clara:
-¡Mis sires, ved al rey! ¡Ved al rey, mis sires!
-¡Viva el rey! -respondieron los barones, dejando escapar el grito que retenían desde el
entierro de Luis X el Turbulento.
Mahaut fue directamente al regente y a los miembros de la familia real que lo rodeaban.
-Sí, es buen mozo... rosado... está gordo -comentaban los barones a su paso.
·-¿Quién decía que era enclenque y que no duraría? -murmuró Carlos de Valois a su hijo
Felipe.
- ¡ Vamos! La raza de Francia siempre es aguerrida -dijo La Marche para imitar a su tío.
El hijo del lombardo se comportaba bien, incluso demasiado bien para los deseos de
Mahaut. «¿No podría gritar y retorcerse un poco?», pensaba. Y, disimuladamente, intentaba pellizcarle a través del manto. Pero los pañales eran gruesos, y el niño sólo emitía un ronroneo bastante alegre. Parecía gustarle el espectáculo que se ofrecía a sus ojos azules, abiertos completamente. «¡El pequeño bribón! Dentro de unos minutos se pondrá a cantar. Esta noche ya cantará menos... a no ser que el polvo de Beatriz se haya desvanecido...»
Del fondo de la sala se elevaron gritos:
-¡No lo vemos; queremos admirarlo!
-Tomad, Felipe -dijo Mahaut a su yerno entregándole el bebé-; vos, que tenéis los brazos más largos, enseñad el rey a sus vasallos.
Cogió el regente al pequeño Juan por el torso y lo levantó por encima de la cabeza para que
todos lo pudieran contemplar a gusto. De repente, Felipe se sintió correr por las manos un líquido viscoso y caliente. El niño, atacado por el hipo, vomitaba la leche que había mamado media hora antes, y que había adquirido un color verdoso por ir mezclada con bilis; su cara cobró el mismo color, y luego pasó a un tono oscuro, indefinible, inquietante, mientras torcía el cuello hacia atrás.
Una gran exclamación de angustia y decepción se elevó de la multitud de barones.
-¡Señor, Señor -exclamó Mahaut-, le vuelven los ataques!
-Cogedlo -dijo con viveza Felipe, devolviéndole el niño como si fuera un objeto peligroso.
-¡Ya lo sabía! -dijo una voz.
Era Bouville, estaba rojo, y su mirada colérica iba de la condesa al regente.
-Sí, teníais razón, Bouville -dijo este último-; era demasiado pronto para presentar a este
niño enfermo.
-Lo sabía... -repitió Bouville.
Pero su mujer le tiró de la manga, para evitar que cometiera una irreparable tontería. Sus
miradas se encontraron y Bouville se calmó. «¿Qué iba a hacer? Estoy loco -pensó-, tenemos al verdadero.»
Aun cuando lo había preparado todo para desviar el crimen sobre otra cabeza, no había
previsto nada para el caso de que se cometiera verdaderamente.
También Mahaut se quedó asombrada. No esperaba que el veneno produjera tan rápidos
efectos. Decía palabras que querían ser tranquilizadoras:
-¡Calmaos, calmaos! También el otro día creíamos que se moría; y luego ya veis cómo se recuperó. Son cosas propias de los niños, desagradables, pero que duran poco. ¡La comadrona! ¡Que vayan a buscar a la comadrona! -agregó arriesgándose, para demostrar su buena voluntad.
El regente mantenía sus manos sucias apartadas del cuerpo; las miraba con miedo y
disgusto, y no osaba tocar nada.
El bebé tenía un color azulado y se ahogaba.
En el desorden y confusión que siguieron, nadie supo bien lo que hacía, ni cómo ocurrieron las cosas. La señora de Bouville se lanzó hacia la habitación de la reina, pero llegada a la puerta, se detuvo bruscamente. «Si llamo a la comadrona verá que no tiene la señal de los hierros y se dará cuenta del cambio», pensó. «¡Sobre todo que no le quiten el bonete, que no se lo quiten!» Y volvió corriendo, mientras la asistencia se dirigía ya a la habitación del rey.
Ya no era necesaria la presencia de ninguna comadrona. Envuelto aún en su manto bordado de flores de lis, con su corona de muñeco ladeada sobre la frente, con los labios amoratados, mojados los pañales y corroídas las entrañas, yacía el niño sobre el inmenso lecho cubierto de seda. El bebé que acababan de presentar a todos como el rey de Francia había dejado de existir.

Los reyes malditos IV - La ley de los varonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora